El médico inglés John Abermethy (1764-1831) asistía a una fiesta en un salón particular de la aristocracia londinense cuando su anfitriona, acompañada de otras señoras, le dijo:

  • Doctor, si alguien se le acercara y le dijera que tiene sudor frío, dolor de estómago, algo de fiebre y una gran debilidad…
  • No siga usted más – le interrumpió Abermethy entregándole una tarjeta de visita- , porque lo que le recomendaría enseguida sería que viniera urgentemente a verme a mi consulta de diez a dos.

Esta anécdota, vivida por un médico, probablemente hará a más de un abogado reflexionar sobre situaciones similares que nos ocurren y que podríamos denominar “consultas de pasillo”, y que se caracterizan por el abordaje que nos hace un familiar, amigo o conocido, normalmente en un escenario ajeno al despacho (que suele coincidir con  nuestros momentos de ocio), con pretensión de que le resolvamos un problema legal personal o de un personaje “conocido” como el de la anécdota.

Estas consultas nunca han sido vistas con buenos ojos por los abogados, y ello por muchos factores que hoy nos gustaría analizar con la finalidad de alcanzar una conclusión sobre cómo debemos actuar ante estas situaciones tan frecuentes en nuestra vida.

Para ello, procederemos a examinar aquellos elementos comunes a las consultas de pasillo, lo que nos ayudará a la mejor comprensión de las mismas:

1º.- El tiempo y escenario: La consulta suele producirse en un lugar ajeno al despacho y durante periodos de tiempo de ocio del profesional. Son clásicos los encuentros en barbacoas, fiestas o en cualquier evento social (a mí me llegó a abordar un compañero en una media maratón…durante la carrera).

2º.- El interés subyacente: Naturalmente, salir de dudas sobre un problema legal que le afecta.

3º.- Gratuidad: Obviamente, dado el contexto en el que se produce, la consulta viene impuesta con el sello de “gratuidad” por el propio consultante.

4º.- La creencia del consultante: Invariablemente, el consultante está convencido (como gran parte de los ciudadanos) que los abogados estamos obligados a saber de todo, desde civil a fiscal y desde marítimo a derecho de la minería.

4º.- La reacción interna: Cuando te hacen este tipo de consultas suele molestarte debido a que estando disfrutando de un momento de ocio, la misma te introduce nuevamente en tu profesión, lo cual no es muy agradable. No obstante, en ocasiones y dependiendo de quién te consulta (alguien muy cercano sea familiar o amigo o incluso un potencial cliente), es posible que esta no incomode y se responda con gusto.

5º.- La reacción externa: Esta, dependiendo de lo que se siente interiormente, podrá ser de un rechazo contenido, aunque entrando al trapo (lo más habitual), de una sincera atención (gente cercana o potencial cliente), o de un rechazo absoluto (las menos veces).

6º.- El riesgo: El principal riesgo es que, acosado por el consultante, te pierdas un buen rato de ocio aguantando el chaparrón de problemas personales de éste, tiempo que, a la postre, echarás de menos; por otro lado, estarás suministrando conocimientos de forma gratuita a un tercero que, tomando ventaja de la situación, se está ahorrando una consulta formal; finalmente, existe el riesgo de que tu respuesta no le sea útil o incluso le perjudique, y te venga luego con recriminaciones personales o comentarios que afecten a tu reputación. De hecho, en Estados Unidos se han llegado a producir demandas de responsabilidad civil a resultas de “consultas de barbacoa” (¡increíble!).

De todo lo anterior, hemos de concluir que hay tres clases de consultas de pasillo: la que te hace alguien muy cercano, de modo que tienes la opción de responderle o serle sincero y dejarlo para otro momento; la de un potencial cliente que te encuentras en el evento, al que, en mi opinión, debes responderle, pues es una ocasión ideal para la captación del mismo; finalmente, el pelma con el que no tienes compromiso alguno, en cuyo caso eres libre de hacer lo que quieras, aunque mi recomendación es escaparte por la vía de la especialidad (que tu no dominas a pesar de su incredulidad), o hacer como el Doctor Abermethy, que raudo y veloz le entregó a la consultante una tarjeta para que realizaran la consulta donde realmente hay que hacerla: en el despacho del profesional.

Por lo demás, no está de mal aprovechar este post para recordarte que siempre debes llevar tarjetas de visita encima, pues aparte de las razones de marketing que todos conocemos, hoy te dado una razón más: salirte con la tuya frente a quien se quiere salir con la suya a tu costa.

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¿PODEMOS LOS ABOGADOS MENTIR EN INTERÉS DEL CLIENTE?

Probablemente, si en la calle hacemos esta pregunta a cualquier transeúnte, la respuesta será probablemente afirmativa y, hasta cierto punto, para este será lógica y normal la actitud del abogado que no dice la verdad en defensa del cliente. Por el contrario, si la pregunta se la hacemos a un abogado, este negará con rotundidad.

Obviamente, algo falla, pues está claro que un espectro importante de la sociedad está convencido que los abogados mienten durante la defensa sus clientes, cuando, como veremos a continuación, esto no es así.

Me propongo, por tanto, transmitir de forma muy sencilla y clara las razones por las que un abogado no miente ni tiene un derecho a mentir en el desarrollo de su actividad profesional.

Para ello, hemos de partir de la relación que el abogado mantiene con el cliente, una relación caracterizada por la confianza en la que este expone al profesional todos los hechos necesarios para su defensa, entre los que se encuentran confidencias sobre temas muy personales e incluso, en ocasiones, actos ilícitos. Lógicamente, si el cliente supiera que el abogado puede difundir dichas confidencias al primero que se encontrara, difícilmente podría constituir se una relación e este tipo, y menos aún, poderse ejercer el derecho a su defensa.

De ello se deriva la existencia del secreto profesional como principio esencial de la abogacía, pues, como reza el artículo 5 del Código Deontológico, la confianza y confidencialidad en las relaciones entre cliente y abogado, ínsita en el derecho de aquél a su intimidad y a no declarar en su contra, así como en derechos fundamentales de terceros, impone al abogado el deber y le confiere el derecho de guardar secreto respecto de todos los hechos o noticias que conozca por razón de cualquiera de las modalidades de su actuación profesional, sin que pueda ser obligado a declarar sobre los mismos (igualmente los artículos 437.2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial y 32.1 y 42 del Estatuto General de la Abogacía).

Unido al secreto profesional, y como ya anticipa el citado precepto, el artículo 24.2º de la Constitución española establece el derecho de todos a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia, previsión esta clave para entender la cuestión que hoy estamos abordando.

Efectivamente, fruto del juego de ambos preceptos (que persiguen que el abogado realice una eficaz defensa de los intereses del cliente), el abogado, en el desarrollo de su actividad, está plenamente legitimado para ocultar aquella información (hechos, datos, etc.) que pudieran perjudicar los derechos de su cliente. A sensu contrario, podrá resaltar aquellos hechos que sean favorables al interés del cliente, llegando incluso, como afirma Peinador Navarro, a interpretar los datos negativos en sentido positivo a fin de desvirtuar la acusación de la parte contraria. En este curso de acción no hay lugar para las mentiras; el abogado, en defensa de su cliente, y lo afirmamos sin rodeos, no tiene por qué mostrar al Tribunal todos los hechos que conoce sobre el asunto encomendado, sino que empleará todos aquellos que sean apropiados para su defensa, siendo precisamente la contradicción del proceso, la que mostrará al Juez todos los hechos que cada parte ha considerado como constitutivos de su pretensión.

Ahora bien, lo que no puede hacer el abogado es emplear hechos falsos o hacer uso de la mentira para defender a su cliente, pues falsear los hechos o emplear pruebas falsas para preconstituir un relato falso constituye una conducta deontológicamente reprobada y penalmente perseguible. Por tanto, este derecho-deber del abogado no puede equipararse con engaño, embuste o mentira. De hecho, insisto, el abogado no debe mentir a la hora de exponer a un Tribunal de Justicia los hechos objeto del debate, y el que lo haga manifiesta un comportamiento poco profesional. Como afirma el Magistrado José Flors Matíes «El (abogado) es el primero que sabe que quien tal hiciera estaría abocado a la desconsideración y al más absoluto fracaso, y que semejante comportamiento se habría de volver irremediablemente en su contra y en la de sus clientes».

Es probable que tras leer estas líneas algún lector siga pensando que ocultar hechos ilícitos constituye una mentira, por lo que, concluirá, que tienen toda la razón quienes afirman que los abogados mentimos.

A estos les diría que el abogado al actuar de esta forma, se constituye en garante de nuestro sistema judicial. Me explico.

En nuestra sociedad el abogado desempeña la función de garantizar que se respete el Estado de Derecho y los intereses de aquellos a los que defiende, constituyéndose así en un garante de la libertad a través del ejercicio del derecho de defensa, lo que le otorga a nuestra profesión una dimensión pública y social como participes y cooperadores con la Administración de Justicia, dimensión ésta que viene reconocida constitucionalmente (artículos 24.2 y 17.3 de la Constitución).  En este contexto, el abogado encuentra su marco de actuación en un ordenamiento jurídico que establece las reglas que definen su rol cuando actúa en todo procedimiento judicial.  Igualmente, es el propio ordenamiento jurídico el que instituye un haz de derechos y obligaciones que corresponden a todo ciudadano que se vea envuelto en un proceso criminal. Y descendiendo aún más, si la Constitución, como vértice de nuestro ordenamiento jurídico, declara que toda persona es inocente mientras no se demuestre lo contrario, y  que tiene el derecho a defenderse a través de un abogado, podemos concluir que éste, en el ejercicio del derecho a la defensa, actuará empleando  todas sus capacidades y habilidades profesionales al servicio de su defendido, disponiendo para ello de las garantías que establece el propio sistema judicial, entre las que sobresale la presunción de inocencia.

Por otro lado, obligar a las partes a decir todo lo que conocen sobre el asunto (cuestión ésta que ya se intentó en los regímenes fascistas italiano y alemán del siglo pasado), no solo desnaturalizaría el proceso, sino que colocaría a los abogados en la patética posición de contribuir con su intervención al éxito del contrario ¿?.

Y concluyo con un párrafo del libro de John Mortimer, The Anti-social Behaviour of Horace Rumpole, en el que el barrister (Horace Rumpole), responde a diversas preguntas de un juez durante una entrevista realizada en un proceso de nombramiento como Queen´s Counsel, y que, de alguna forma, corrobora cuanto hemos dicho hasta ahora.

  • ¿Parece que Vd. ha defendido a gente bastante horrible?
  • Cuanto más horribles sean, en mayor medida necesitan ser defendidos.
  • ¿Entonces la moral no cuenta para Vd.?
  • Sí que lo hace. La moralidad de hacer que nuestro gran sistema judicial funcione: la moral de proteger la presunción de inocencia.
  • ¿Entonces, Vd. nunca juzga a sus clientes?
  • Desde luego que no. Ya le dije que juzgar no es mi trabajo. Soy como un médico (la gente viene a mí con problemas y yo estoy aquí para solventarlos de la forma menos dolorosa posible. Y sería un médico muy peculiar si solamente curara a gente sana.