Los abogados sabemos que no existen fórmulas mágicas para ganar[1] un litigio, pues en todo pleito concurren diversas circunstancias que reducen toda opción de asegurar determinado resultado.

En primer lugar, el abogado organiza la defensa de su patrocinado con todos los elementos de los que dispone y que éste le suministra, existiendo siempre factores que pueden beneficiar o perjudicar a su representado (situaciones en las que el derecho no ampara la postura del cliente o aquellas en las que las opciones de interpretación y aplicación del derecho difieren y será el juez quién nos dará la solución jurídica y judicial válida).

En segundo lugar, la decisión final corresponde al Juzgador, es decir, a un tercero que constitucionalmente tiene otorgada la potestad de administrar Justicia, estando  sometidos por tanto al criterio aplicativo de los jueces.

Por otro lado, siempre nos enfrentaremos a otro abogado que se opondrá a nuestros argumentos al amparo de otros tanto o más convincentes (al menos para éste), compañero que, además, podrá estar más formado o estar revestido de unas cualidades (experiencia, técnica, oratoria, etc…) que podrá contribuir de forma sólida al éxito de su pretensión y el fracaso de la nuestra.

Finalmente, ¿qué decir de los imprevistos? Infinidad de juicios se han decantado por la concurrencia de circunstancias imprevistas que han alterado nuestras previsiones y echada por tierra nuestra defensa.

En cualquier caso, cuando el resultado de un litigio es favorable al cliente, el abogado se sentirá feliz, satisfecho, su autoestima profesional se disparará y correrá a informar al cliente del éxito ¡Hemos ganado! le dirá henchido de ilusión y orgullo a su cliente. El despacho lo celebrará y lo más importante, nuestra vocación recibirá más combustible para seguir, pues luchar por lo que se quiere y obtenerlo hace que la batalla merezca la pena. A veces ganamos contra todo pronóstico, y entonces, la alegría se multiplica y dispara y vivimos esos días en los que no dejarías la profesión por nada del mundo.

Por el contrario, un resultado desfavorable constituye una mala noticia que se trastoca en desastre cuando en nuestro fuero interno estábamos convencidos de la justicia y presumible éxito de nuestra pretensión. En estos casos la frustración, mezclada con la decepción, generará una emoción mucho más intensa que la sensación confortable de la victoria. Vendrá el cuestionamiento de nuestra habilidad como abogados, ¿me habré equivocado de profesión? nos preguntaremos sumidos en la tristeza ¡No nos han dado la razón! ¡Han desestimado la demanda! diremos al cliente tras meditar detenidamente como comunicarle la mala noticia…No, no es grato perder un caso, y menos aun cuando no es esperado.

Sin embargo, para el abogado la derrota es necesaria, pues durante su evolución profesional (que nunca concluye) tiene necesariamente que vivir experiencias en las que, tras entregarse a la defensa de su cliente con plena dedicación y entrega, todo queda reducido a polvo, es decir, a nada, tras esa sentencia desfavorable. Y ello es así porque, para empezar, será inevitable dicha derrota (no existe, salvo en las películas, el abogado que gana todos sus juicios), pues los condicionantes antes expuestos así lo refrendarán, pero, por otro lado, porque es conveniente que así suceda, ya que la derrota procesal lleva incorporada un germen de enseñanza de inapreciable valor. Perder un caso nos frustra y decepciona, pero siempre nos enseñará aspectos de nuestro trabajo que corregir y enmendar de cara a futuras experiencias, ayudándonos a aprender en que área de nuestra actividad hemos de cambiar (estudio, preparación, conducta, actitud, comunicación, etc.), pues son tantos los factores de aquélla que podemos cambiar a mejor, que el resultado será siempre nuestro crecimiento. De ahí la famosa frase de Robert Kiyosaki que nos enseña que “algunas veces se gana y otras se aprende”.

El abogado, por tanto, siempre estará en constante evolución y crecimiento, lo cual supone que a lo largo de su constante andadura profesional vivirá éxitos y fracasos que irán moldeando su espíritu; unos irán aprendiendo a base de tropezones y a regañadientes seguirán hacía delante; otros, también tropezarán, pero avanzarán reflexionando sobre las razones que han provocado su situación indeseada y tratarán de extraer la correspondiente enseñanza a fin de evitar recaer en situaciones similares. Los primeros crecerán más lentamente mientras que los segundos, sencillamente, evolucionarán al ritmo adecuado.

Espero que la idea central de este post ayude a muchos compañeros, especialmente a los nóveles, que se enfrentan a sus primeras derrotas, a menudo consecutivas, y que se sienten frustrados cuestionando su capacidad profesional. Que se olviden de pensar así, y sin dejar de ansiar el éxito, que extraigan de cada derrota la necesaria enseñanza para avanzar en este lento y duro proceso de evolución del abogado.

Una última idea para reflexionar: de los miles de pleitos que se celebran diariamente, estos suelen concluir con resultado favorable para la mitad de los letrados que intervienen, frente a otra mitad que obtendrá un resultado desfavorable. Ni unos son tan buenos, ni unos son tan malos. Simplemente, ejercen la noble profesión de abogado. Eso sí, unos ganan y otros aprenden y, al poco, se cambiarán las tornas.

 

[1] Vaya por delante que empleo los términos ganar o perder por su uso habitual entre abogados, si bien defiendo que quien gana o pierde es el cliente, y que el abogado, si ha hecho su trabajo diligentemente, nunca pierde, sino que aprende sea cual sea el resultado.