Jamás me había pasado. Antes de llegarme la información escrita del Colegio sobre el turno de oficio asignado, el cliente ya estaba llamando a la puerta del despacho. Tras aclarar las razones de este su inesperado y prematuro contacto, lo invite a pasar.

Aquel día de finales de octubre de 199…, Ezequiel, un labrador de unos cuarenta años y su hijo, un muchacho de unos once o doce años de enormes ojos se sentaron por vez primera al otro lado de la mesa. Idénticos, salvo en cuerpo, ambos pertenecían a esa raza de hombres de campo, de piel oscura y mirada torva, aunque sincera, legítimos herederos de esa historia plagada de las penurias y sinsabores del campesinado andaluz.

Articulando cada palabra con cuidado y dificultad, éste hombre de la sierra sur sevillana, de habla cerrada, me refirió cómo había sido imputado por un delito de caza, al ser descubierto por dos guardias jurados deambulando en un paraje muy cercano al lugar donde se encontraban colocadas varias ballestas con su preciado botín: codornices, gorriones, jilgueros, etc.

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