Hoy se ha celebrado ese juicio que tanto tiempo llevabas esperando.

Lo tenías perfectamente preparado: los interrogatorios de parte, testigos y peritos estaban completamente cerrados y listos para su ejecución; el alegato, perfectamente ensamblado y estructurado para mantener la atención del juez y lograr la tan deseada persuasión, y, sobre todo, un maletín repleto de entusiasmo, no exento de cierto temor e incertidumbre.

El juicio se desarrolló más o menos según lo previsto, pues, afortunadamente, en este asunto la razón estaba clara, si bien ahora tocaba que te la dieran. Digamos que saliste satisfecho de la sala y pudiste comprobar como el cliente, aun asaltado por miles de dudas, reconocía tu buen hacer y un moderado optimismo.

Sin embargo, tras despedirte del cliente y dirigirte al parking, te iba embargando una sensación, mezcla de inseguridad, incertidumbre y preocupación desconocida minutos antes. Esa pregunta a la parte que no hiciste, esas respuestas del testigo al compañero contrario, aquel detalle en el que incidió el perito con tozudez, las notas que tomó el juez mientras el compañero informaba (¿tomó alguna nota mientras lo hacías tú?), son pensamientos que iban nublando tu mente y que hacían que tu corazón latiera más rápido y que tu rostro se tornara algo descompuesto.

¿Qué te estaba ocurriendo?

Esta situación que hemos vivido todos los abogados no es más que la proyección que sobre el abogado realizan determinados pensamientos negativos derivados de la incertidumbre del litigio. Bajo este escenario, lo que antes era confianza y seguridad se torna en dudas e inseguridad, y ahora surge en la mente, como una realidad, la posibilidad de que el pleito se pierda.

Hoy traigo esta experiencia a colación con el fin de realizar una doble reflexión que nos ayudará más a valorar la profesión y, como no, a quienes la practican.

La primera, se centra en destacar que el trabajo central de nuestra profesión, o lo que es lo mismo, asesorar, mediar o defender en el contexto de una controversia, es sumamente complejo y difícil, precisamente por la contradicción que se respira constantemente, y que hace que nuestro trabajo esté condicionado por la otra parte, y por otros múltiples factores que hacen depender nuestro éxito o fracaso de un tercero o de circunstancias a veces ajenas a nuestra voluntad. Llegado este punto me gusta recordar la preciosa frase de Ossorio que nos dice que “nuestra labor no es de estudio sino de asalto y, a semejanza de los esgrimidores, nuestro hierro actúa siempre sometido a la influencia del hierro contrario, en lo cual hay un riesgo de perder la virtualidad del propio”

La segunda, y consecuencia de lo anterior, es el desgate físico y psíquico que a veces supone el litigio para el abogado, pues el compromiso de la defensa es de tal suerte que,  sin identificarnos con el cliente, a veces padecemos y sufrimos en similar medida que éste. El pleito, con todos sus interrogantes, incertidumbres e imprevistos nunca dará tregua al abogado, y hasta que no se dicte la última sentencia, multitud de horas de trabajo, de esfuerzo y de ilusiones penderán de un hilo. Y eso, naturalmente, tiene un coste.

Estas brevísimas reflexiones, lejos de frustrarnos, deben animarnos a seguir el camino trazado por nuestra profesión, pues hemos de ser conscientes que como el fuego forja el hierro en el yunque, la necesidad y la preocupación diaria forja la personalidad del Abogado, la cual, superados algunos años de experiencia, será un activo insustituible no solo para nuestra labor, sino para la propia vida familiar y social del letrado, todo un tesoro del que hemos de estar muy orgullosos.

Así que, si hoy has salido del juicio hondamente preocupad@, respira hondo, sonríe, y comienza con el próximo asunto, pues el hierro se forja, pero difícilmente se destruye.