Los abogados se han caracterizado secularmente por un dominio del conocimiento técnico jurídico, por lo que la capacidad de estudio y análisis ha sido esencial en su desarrollo profesional. Tan es así, que el abogado tradicional ha despreciado, si no marginado, todo lo relativo a la gestión de las emociones.

¿Para qué me sirven las emociones, se preguntaba? ¿No es suficiente que resuelva el asunto empleando al máximo mis conocimientos técnico-jurídicos?  ¿Qué me importa lo que sienta el cliente?, ¡bastante tengo con hacer mi trabajo! En este contexto, la prioridad absoluta del abogado ha sido el caso/encargo y no el cliente, de manera que las habilidades intelectuales (hard skills) ha prevalecido en demérito de las habilidades emocionales (soft skills). Es más, al lidiar con emociones negativas (lo cual es habitual en nuestra profesión), se las ha considerado un mal menor que hay que soportar.

Continuar leyendo en LegalToday.com