Uno de los errores más habituales a la hora de afrontar el interrogatorio es llevarlo a cabo cuando se carece de un plan preconcebido. Con ello me refiero a aquellas ocasiones en las que el abogado interroga, bien sea a la parte, al testigo o al perito (especialmente adversos), sin una estrategia que avale tal intervención.

Interrogar de esta forma, constituye una actuación muy arriesgada, pues lo más probable es que el resultado del mismo no aporte nada a efectos probatorios,  mermando con ello la credibilidad de quien interroga ante el juez (y fortaleciendo la del testigo), e incluso llevándose alguna interpelación ante alguna pregunta reiterativa, inútil o impertinente. No nada más perjudicial para un abogado durante el juicio que interrogar sin estudio y planificación, pues el juez, a cuyo conocimiento va destinado el propio interrogatorio, nos observa cuando intervenimos y qué duda cabe que esta falta de estrategia transmitirá carencia de recursos del profesional  y disminuirá a sus ojos la credibilidad de nuestra línea de defensa.

La razón de esta conclusión es bien sencilla, y reside en que los interrogatorios son el resultado de un proceso de estudio y planificación en el que impera la siguiente regla:

Sólo procede el interrogatorio cuando se tiene un objetivo[1] que desde el punto de vista probatorio resulta relevante y que, en la práctica, tiene visos de ser alcanzable.

 Por lo tanto, durante la fase de estudio, si concluimos que a través del interrogatorio podemos conseguir un objetivo importante, es hora de comenzar a planificarlo para su posterior ejecución. Caso contrario, mejor abstenerse y no interrogar. Dicho de otra forma: antes de tomar la decisión de interrogar hemos de fijar nuestro objetivo y evaluar las posibilidades de lograrlo; únicamente en el caso de que sea posible alcanzarlo, entraremos a interrogar; de lo contrario, es preferible mantenerse en silencio.

La explicación de esta regla radica en que, empleando el símil de un edificio en construcción, el objetivo a alcanzar constituiría la cimentación del mismo, mientras que los restantes elementos estratégicos como el uso de las preguntas, la secuenciación, el orden de presentación de testigos y de las preguntas, la duración, velocidad, control del testigo, comportamiento, etc. no serían más que elementos constructivos asentados sobre dichos cimientos. De este modo, sin un objetivo definido, el empleo de las restantes técnicas carecerían de fundamento y su empleo sería no sólo inútil, sino peligroso.

¿Y por qué los abogados caemos en este error?

Obviamente, porque existe un desconocimiento de esta regla y de una serie de técnicas que convierten al interrogatorio en una intervención estratégica de primer orden durante el juicio, ignorancia que provoca que, el abogado,  condicionado por la presencia de su cliente y por no quedarse atrás, se lanza al interrogatorio; en otras ocasiones, el abogado se siente «obligado» a interrogar y no dejar pasar la ocasión sin intervenir (quizás en la confianza de poder obtener algún resultado, lo que los anglosajones denominan ir de fishing expedition https://oscarleon.es/cuando-abogado-sale-pesca-los-interrogatorios/ ).

Sin embargo, podemos afirmar que dicha práctica es contraproducente y perniciosa para la defensa, afirmación que se resume perfectamente en el dicho «A veces, la mejor pregunta es la que no se hace». Y si éste no queda claro, hay otro más elocuente: «No existen malas respuestas, sino malas preguntas».

[1] Los objetivos del Interrogatorio directo son:

  1. a) Favorecer la credibilidad del testigo.
  2. b) Persuadir al juez de la veracidad del testimonio.

Los objetivos del Contrainterrogatorio son:

  1. a) Limitación de daños o limitación de los efectos negativos derivados del interrogatorio directo.
  2. b) Desacreditar al testigo.
  3. c) Desacreditar el testimonio.