“Quien me insulta siempre no me ofende jamás” Victor Hugo.

Por todos los abogados es conocido que nos enfrentamos constantemente a situaciones irritantes que, de no ser por la moderación que nos imponemos, sacarían lo peor de nosotros; la injusticia, la venganza, el resentimiento, la decepción, la frustración, la mala educación, la falta de respeto, no son más que algunas de las realidades que surgen inevitablemente en los escenarios de contradicción en los que hemos de interactuar.

Frente a estas situaciones, el abogado, como ser humano, puede fácilmente reaccionar de dos formas: actuar asaltado por la ira o, a pesar de la sentida indignación, mantener el control y actuar consecuentemente en busca de la consecución de nuestros objetivos.

Será pues objeto de este post, reflexionar sobre la conducta más conveniente a seguir cuando estamos dispuestos a reaccionar frente a alguno de esos acontecimientos desagradables que surgen en nuestro quehacer diario.

Para ello, lo primero que hemos de hacer es distinguir entre los posibles desencadenantes que la provocan, puesto que podemos encontrar tanto actitudes de terceros derivadas del contexto en el que actuamos y que provocan enorme malestar, como conductas ya totalmente improcedentes e injustificables.

Respecto de las primeras, es normal que se conciten tanto envidias, resentimientos, egos quebrantados como heridas resultantes del combate, y que suelen provenir de la parte perjudicada por nuestra defensa. ¿Quién no ha sufrido descalificaciones incluso personales por la parte contraria, hundida en el dolor amargo de la derrota?; no es de extrañar que el contrario nos identifique con su adversario y proyecte en nosotros sus frustraciones. Igualmente, y esto es más triste aun, es nuestro propio cliente, quien decepcionado ante el resultado no deseado, recarga las tintas contra su propio letrado con comentarios hirientes. Finalmente, incluiríamos en este grupo la incomprensión, a veces mudada a desprecio, que algunos sectores sociales conciben contra el abogado por el mero hecho de ejercer su sagrado derecho de defensa respecto de alguien que ya ha sido condenado socialmente.

En cuanto a las segundas, a veces nos encontramos con conductas hostiles de compañeros, jueces o de servidores de la administración, que injustamente depositan en nosotros su frustración con salidas de tono o comentarios irrespetuosos mimetizados en forma de consejos, admoniciones o sugerencias que no hacen más que intensificar el daño creado.

Ambas situaciones, suelen tener en el abogado un profundo efecto negativo, pues suelen socavar los pilares de su autoestima profesional y personal, y con ello incluso la confianza que mantenemos en nuestro criterio, lo cual puede ser de consecuencias imprevisibles para un joven abogado cuyos cimientos vocacionales están en plena construcción.

Situada la cuestión, considero que el proceder de todo abogado debe guiarse por una serie de principios que pasamos a epigrafiar:

1º.- Prudencia: La prudencia, entendida como capacidad de analizar de forma reflexiva y atenta el tipo de acción que vamos a emprender y antes de llevarla a cabo, nos impone mantener un comportamiento sereno y calmado ante situaciones que puedan enojarnos y provocar una reacción desmedida que, a la postre, podrá causarnos perjuicios irreparables. Hay que pensar y conservar la calma cuando se presentan los problemas.

2º.- Paciencia: Entendida como la virtud para soportar con entereza situaciones difíciles y complicadas que entrañan grandes dificultades y la capacidad de actuar de forma perseverante y sin alterarnos por las contrariedades que podemos encontrarnos por el camino, constituye una herramienta ideal para, con templanza y el justo equilibrio en el actuar, evitar aquellas situaciones que puedan provocar una falta de control y disponer de la serenidad para actuar contundentemente en defensa de nuestros derechos.

3ª.- Desdén: Actuar con indiferencia, o incluso un desprecio sutil, es generalmente la mejor medicina para soportar los males de opinión, pues el desdén conlleva un componente de confianza y convencimiento en lo que hacemos, que supondrá una cota de malla protectora frente a los dardos de aquellos males. El desdén es el equivalente al refrán popular “ande yo caliente y ríase la gente” o, si queremos algo más sofisticado, nos decía el gran Da Vinci que “Quien de verdad sabe de qué habla, no encontrará razones para levantar la voz”

4º.- Moderación: Fruto de la paciencia y la prudencia, el único resultado previsible de un abogado ante estas situaciones es actuar siempre con moderación, es decir, evitando caer en la ira, la pérdida de control, el grito, el insulto o la hostilidad descontrolada; al contrario, hemos de reflexionar en microsegundos y optar por una conducta que nos permita controlar los acontecimientos y, de esta forma, no poner en juego la consecución de nuestros objetivos o sufrir un daño por nuestras acciones.

5º.- Relativizar: El calor del momento es un consejero muy traicionero, pues nos impide evaluar lo que está ocurriendo en su justa medida, por lo que es muy aconsejable morderse la lengua y darse un mínimo tiempo para afrontar la situación con más frialdad. Para ello, tirando de la serenidad que nos da la moderación, actuaremos en consecuencia y, posteriormente, ya contemplaremos con más tiempo lo ocurrido. “Contra la ira, la dilación´” decía Séneca.

6º.- La defensa de nuestros derechos: Todo lo anterior no puede identificarse con pusilanimidad o debilidad de carácter, sino todo lo contrario, pues no hay mayor grandeza que actuar con moderación cuando todo está en nuestra contra. De hecho, se dice que la moderación es “la elegancia en el apremio”. Ahora bien, dicha moderación no está reñida con la defensa de nuestros derechos, empleando la seriedad y contrariedad que queramos transmitir; si hay que protestar citando algún derecho, si hay que llamar la atención, si hay que poner a alguien en su lugar, habrá de hacerse pero siempre evitando la desconsideración personal o la pérdida de las formas.

Concluyo con una cita de don Angel Ossorio y Gallardo:

La ira de un día es la perturbación de muchos; el enojo experimentado en un asunto influye en otros cien. Ira es antítesis de ecuanimidad. De modo que no puede haber abogado irascible.