Últimamente estamos de enhorabuena. El blog Mi Práctica Diaria ha superado la cifra de los 500 suscriptores tras un año de vida, lo que es motivo de alegría para cuantos colaboramos en que está web vea la luz. Por ello, vaya para vosotros, queridos lectores, mi mayor agradecimiento, pues es un verdadero lujo escribir y saber que estáis por ahí detrás.

Dándole vueltas a esta circunstancia, y a modo de pequeña celebración, he decidido colgar un post que publiqué hace un par de años en legaltoday bajo el título Los Abogados siempre decimos la verdad (y cuyo texto se incorporó a mi primer libro) y que en su momento alcanzó mucha notoriedad en la red, post que cada vez que releo me gusta más y más, produciéndome un efecto muy refrescante, a la par serio y divertido. De este modo, aun a costa de realizar algunas modificaciones en el texto, creo que merece la pena que quienes han ido accediendo al blog en los últimos meses puedan conocerlo y, los que ya lo han leído, si así les place se aventuren a una segunda lectura.

Sin más dilaciones, comenzamos ya.

«La lucha entre los abogados y la verdad es antigua, como la que existe entre el diablo y el agua bendita; y entre las bromas sobre la mentira profesional de los abogados, se oye razonar seriamente de esta manera: – En todo proceso hay dos abogados, uno que dice blanco y otro que dice negro; la verdad no la pueden decir los dos si sostienen tesis contrarias; por lo tanto, uno de los dos sostiene una falsedad. Esto autorizaría a creer que el cincuenta por ciento de los abogados son unos embusteros; pero como el mismo abogado que tiene razón en una causa no la tiene en otra, quiere decir que no hay uno que no esté dispuesto a sostener en un determinado momento causas perdidas, o sea que una vez unos y otra vez otros, todos son unos embusteros» Calamandrei.

Todos los que nos dedicamos a este noble oficio hemos tenido ocasión de escuchar en ocasiones que los abogados somos unos mentirosos y que lo enredamos todo para salir con la nuestra. Esta idea, extendida en la literatura, ha calado ampliamente en el sentir popular, y prueba de ello son las innumerables bromas, chascarrillos y refranes que el pueblo ha creado acentuando tal defecto.

Recientemente, entré en un foro en el que internautas ajenos a la profesión respondían a la pregunta-afirmación ¿por qué los abogados mienten?, y quedé tristemente sorprendido por dos detalles; primero, por la penosa percepción que algunos tienen de los abogados; y segundo, por la justificación que muchos daban a dicha conducta (el mentir) como si se tratara de algo normal y hasta necesario, hasta el punto de que, contrariamente a otros, quienes sostenían este criterio mostraban cierta simpatía con los abogados (¡De algo tendrán que vivir! decía uno).

Naturalmente, leer dichas opiniones no me sorprendió en absoluto. Llevo conviviendo muchos años con dichas apreciaciones, y no voy a rasgarme las vestiduras a estas alturas. Sin embargo, el tema me interesó, y decidí ilustrarme un poco al respecto con el fin de crear mi propia opinión con las fuentes de los insignes maestros y compañeros que ya habían tratado esta secular controversia.

Y para resolver la misma, hemos de partir afirmando que el abogado desarrolla su actividad en el marco del proceso judicial, que no es más que una contienda entre las partes cuyo objetivo es ganar o, en su caso, aminorar los efectos de la derrota. Desde esa perspectiva el proceso ha sido denominado «verdadera batalla» en la que los contendientes se enfrentan a cuestiones interpretables y discutibles, en la que se trata de convencer al Juez de tener la razón. Es precisamente en este contexto donde el abogado se ve compelido a intervenir con parcialidad, puesto que la contradicción inherente al proceso le obliga a posicionarse alejado de la idea de imparcialidad en la defensa de los intereses de una parte frente a la otra. Para ilustrar esta idea, regresamos a la elocuencia de Calamandrei:

«Imparcial debe ser el juez, que es uno, por encima de los contendientes; pero los abogados están hechos para ser parciales, no sólo porque la verdad se alcanza más fácilmente escalándola desde dos partes, sino porque la parcialidad del uno es el impulso que engendra el contraimpulso del adversario, el empuje que excita la reacción del contrario y que, a través de una serie de oscilaciones casi pendulares, de un extremo al otro, permite al juez hallar lo justo en el punto de equilibrio. Los abogados proporcionan al juez las sustancias elementales de cuya combinación nace en cierto momento, en el justo medio, la decisión imparcial, síntesis química de dos contrapuestas parcialidades. Deben ser considerados como “par” en el sentido que esta expresión tiene en mecánica: sistema de dos fuerzas equivalentes, las cuales, obrando sobre líneas paralelas en dirección opuesta, engendran el movimiento, que da vida al proceso, y encuentra reposo en la justicia».

Llegados a este punto, y con estas premisas, ya podemos ir respondiendo a nuestro interrogante: ¿Mienten los abogados cuando defienden a sus clientes?

La respuesta es y debe ser no, los abogados no mienten en defensa de sus clientes.

Para desarrollar esta conclusión, hemos de partir del principio de que el abogado viene obligado a conocer con la máxima objetividad todos los hechos que conforman el asunto encomendado, tanto los que favorezcan como los que perjudiquen su defensa. En el examen de tales hechos, deberá mantener una posición de absoluta ecuanimidad e imparcialidad y transmitir al cliente la realidad de su opinión conforme a su leal saber y entender. Una vez aceptada la defensa del cliente, el abogado entra en la dinámica de parcialidad ya referida que nos impone la contienda procesal.

Esta parcialidad del abogado, no puede equipararse con engaño, embuste o mentira. De hecho, el abogado no debe mentir a la hora de exponer a un Tribunal de Justicia los hechos objeto del debate, y el que lo haga manifiesta un comportamiento poco profesional. Como afirma el Magistrado José Flors Matíes «A ningún abogado consciente del significado y la trascendencia de su profesión se le ocurriría afirmar que en un determinado documento se dice algo que en él no consta, o que una realidad física tangible no existe, ni trataría de que se tuviera por cierto un hecho cuya inexistencia le constara. El es el primero que sabe que quien tal hiciera estaría abocado a la desconsideración y al más absoluto fracaso, y que semejante comportamiento se habría de volver irremediablemente en su contra y en la de sus clientes. La mendacidad resulta, al final y siempre, tan patente que nadie con un mínimo de dignidad y de inteligencia osaría cometer la torpeza de quedar en evidencia y de ganar fama de tramposo». En el mismo sentido, Angel Osorio y Gallardo señala «Nunca ni por nada es lícito faltar a la verdad en la narración de los hechos. Letrado que hace tal, contando con la impunidad de su función, tiene gran similitud con un estafador».

Ahora bien, respetando dicha obligación, el abogado debe de jugar sus cartas empleando su habilidad para exponer sus planteamientos defensivos sobre la base de la ley, la doctrina y la jurisprudencia, y con el auxilio de la dialéctica y la oratoria, armas que le servirán para plantear una adecuada estratagema argumental que le permita debilitar los argumentos del contrario y convencer al Juez de nuestra razón. En este curso de acción no hay lugar para las mentiras; el abogado, en defensa de su cliente, y lo afirmamos sin rodeos, no tiene por qué mostrar al Tribunal todos los hechos que conoce sobre el asunto encomendado, sino que empleará todos aquellos que sean apropiados para su defensa, siendo precisamente la contradicción del proceso, la que mostrará al Juez todos los hechos que cada parte ha considerado como constitutivos de su pretensión. Obligar a las partes a decir todo lo que conocen sobre el asunto (cuestión esta que ya se intentó en los regímenes fascistas italiano y alemán del siglo pasado), no solo desnaturalizaría el proceso, sino que colocaría a los abogados en la patética posición de contribuir con su intervención al éxito del contrario.

Volvamos a Calamandrei, quien nos ilustra esta idea con la habilidad y belleza que le caracteriza:

«La defensa de cada abogado está construida por un sistema de llenos y vacíos: hechos puestos de relieve porque son favorables, y hechos dejados en la sombra porque son contrarios a la tesis defendida. Pero sobreponiendo los argumentos de los dos contradictores y haciéndolos adaptarse, se ve que a los vacíos de la una corresponde exactamente los llenos de la otra. El juez así, sirviéndose de una defensa para colmar las lagunas de la contraria, llega fácilmente, como en ciertos juegos de paciencia, a ver ante sí el conjunto ordenado, pieza por pieza, en el tablero de la verdad.»

A todo lo anterior se suma la versatilidad del derecho, y que supone un factor de dificultad para alcanzar un planteamiento que sostenga «la verdad». Ya Angel Ossorio y Gallardo, nos indicaba en El Alma de la Toga que «Respecto a las tesis jurídicas no caben las tergiversaciones, pero sí las innovaciones y las audacias. Cuando haya, en relación a la causa que se defiende, argumentos que induzcan a la vacilación, estimo que deben aducirse lealmente; primero, porque contribuyen a la total comprensión del problema, y después, porque el Letrado que noblemente expone lo dudoso y lo adverso multiplica su autoridad para ser creído en lo favorable»

En definitiva, se equivocan aquellos que nos disfrazan de tramposos y fulleros, y en la medida que nos toca a cada uno, debemos luchar contra esa grosera forma de desprestigiarnos, pues realmente solo la ignorancia o la malicia pueden sostener un criterio caduco y falaz que debe rechazarse por el bien de nuestra profesión, pues nunca hemos de olvidar que los abogados jugamos en el Tablero de la Verdad.