Texto del artículo publicado en Diario de Sevilla el pasado 2-11-2016

Cuando se comete un crimen abominable y atroz surge una lógica reacción de indignación social. En la mayoría de las ocasiones el guion es semejante: primero se da cuenta de la noticia del hecho luctuoso, a continuación aparece el sospechoso, quien es presentado con todo lujo de detalles a la opinión pública y,  finalmente, lo hace el abogado defensor al realizar las primeras declaraciones en defensa de su cliente. Llegados a este punto, la actitud de parte de la sociedad hacía el rol de ese abogado suele ser de incomprensión mezclada con cierta desaprobación, la cual podríamos reconducir a la pregunta que encabeza este artículo: ¿Por qué defiende a ese criminal?

Los abogados sabemos por experiencia que esta es una de las cuestiones que más dudas y desavenencias han generado sobre la figura del abogado y el rol que cumplimos en nuestra sociedad, creándose en ocasiones una verdadera frontera de incomprensión entre ésta y el conjunto de la abogacía.  Por ello, a través de esta tribuna y en mi condición de abogado, desearía aportar algunas ideas para la reflexión y mejor comprensión de nuestro rol profesional en las labores de defensa en los procesos judiciales, y muy especialmente en los penales.

El abogado en nuestra sociedad desempeña la función de garantizar que se respete el Estado de Derecho y los intereses de aquellos a los que defiende, constituyéndose así en un garante de la libertad a través del ejercicio del derecho de defensa, lo que le otorga a nuestra profesión una dimensión pública y social como participes y cooperadores con la Administración de Justicia, dimensión ésta que viene reconocida constitucionalmente (artículos 24.2 y 17.3 de la Constitución).  En este contexto, el abogado encuentra su marco de actuación en un ordenamiento jurídico que establece las reglas que definen su rol cuando actúa en todo procedimiento judicial.  Igualmente, es el propio ordenamiento jurídico el que instituye un haz de derechos y obligaciones que corresponden a todo ciudadano que se vea envuelto en un proceso criminal. Y descendiendo aún más, si la Constitución, como vértice de nuestro ordenamiento jurídico, declara que toda persona es inocente mientras no se demuestre lo contrario, y  que tiene el derecho a defenderse a través de un abogado, podemos concluir que éste, en el ejercicio del derecho a la defensa, actuará empleando  todas sus capacidades y habilidades profesionales al servicio de su defendido, disponiendo para ello de las garantías que establece el propio sistema judicial, entre las que sobresale la presunción de inocencia.

Establecido el marco de actuación, y para responder a la cuestión que venimos tratando, lo primero que hemos de destacar es que el abogado no va a defender a un criminal, sino a una persona cuya libertad se presume por el propio ordenamiento jurídico. Sobre esta premisa, el abogado tiene absoluta libertad para aceptar el encargo profesional y, lógicamente, para rechazarlo, si bien a la hora de tomar una decisión de esta trascendencia tendrá que analizar el asunto desde un punto de vista ético y moral, siguiendo lo que le diga el dictamen de su propia y recta conciencia. Por lo tanto, nos encontramos ante una decisión interna, vinculada al propio profesional y fruto de un análisis de los fundamentos y condicionantes que fraguan su personalidad, decisión que, al provenir de la conciencia de cada uno, pertenece a su intimidad y entiendo no debe ser sometida a juicio externo. Naturalmente, en dicha decisión influye poderosamente el gen profesional del abogado, íntimamente vinculado a su papel de máximo exponente del derecho de defensa y sabedor del derecho que corresponde a todo ciudadano a un juicio justo y a su  inocencia mientras no se demuestre lo contrario. Aquí me gustaría traer el dicho que afirma que “no tiene sentido decir que los abogados se encargan de defender causas malas, porque no hay causa buena o mala hasta que el juez no lo decide”.

Caso de ser aceptado el encargo, el abogado, dentro del marco de legalidad y en cumplimiento de su rol profesional, tendrá que hacer todo lo posible para defender la posición jurídica de su cliente luchando por su absolución o, en su caso, invocando aquellas circunstancias que pudieran paliar o minimizar una posible condena penal (“el abogado es la espada del inocente y el escudo del culpable”, reza el dicho). Y será en el ejercicio del derecho de defensa, cuando no pueda reprocharse al abogado silenciar las confidencias de su cliente, negar los hechos que configuran la presunta culpabilidad del mismo, o aconsejar a su cliente no facilitar información alguna al Tribunal, pues esta actuación constituye la simple puesta en práctica de los derechos que la sociedad, en su conjunto,  ha otorgado a cualquier ciudadano acusado de un crimen, configurando así el propio derecho de defensa.

Por todo ello, los abogados, a la hora de abordar la defensa de un ciudadano que nuestro ordenamiento, insisto, presume que no es un criminal, ya ha superado el difícil  juicio de su conciencia, y a partir de ese momento, su actuación será la de cooperar con la Administración de Justicia a través del ejercicio de la defensa, amparando a su patrocinado con el haz de derechos y garantías que la propia sociedad ha establecido.

Concluyo citando un dicho y formulando una pregunta al lector. El dicho reza así: “más vale absolver a un culpable que condenar a un inocente”; y la pregunta: si su padre, su hermano o su hijo fueran acusados de un crimen execrable, ¿vacilaría en encargarle la defensa del caso a un abogado? ¿Le aconsejaría rechazar su defensa a través de un abogado? ¿Pediría a su abogado que no hiciera uso de los derechos y garantías que el ordenamiento jurídico le concede…?