Con ocasión de un encuentro con abogados celebrado en la revista digital legaltoday un compañero me preguntó una cuestión muy interesante que me hizo reflexionar. Concretamente, preguntaba si cuando llega un nuevo cliente al despacho, ¿en que pienso primero? ¿ en los honorarios o en otros temas como la dificultad del asunto, aprendizaje, posibilidad de que llegue a buen puerto, etc…?

La cuestión es fundamental, pues lo cierto es que ante la situación que vienen atravesando muchos abogados, existe un riesgo de que la llegada de un nuevo cliente pueda ser vista exclusivamente en términos económicos, es decir, centrada en la evaluación de la suma que el cliente puede dejar en nuestro despacho teniendo en cuenta las circunstancias aparentes del caso. Y digo riesgo, porque si esta es la única prioridad en la primera visita del cliente, algo está fallando en el proceder del abogado, lo que deberá corregirse de forma inmediata.

Obviamente, a todos los abogados nos alegra la llegada de un nuevo cliente, pues supone la mejor evidencia de la supervivencia o crecimiento de nuestro despacho, y no pensar sobre el posible importe de los honorarios (si finalmente se nos encarga el caso) es francamente imposible. De hecho, afirmar lo contrario, sería una verdadera temeridad.

Ahora bien, la mejor predisposición del abogado en estos casos debe caracterizarse por centrarse en conocer bien el asunto y al propio cliente, pues es la primera ocasión en la que mantenemos un contacto cara a cara con el mismo, siendo un momento importantísimo para alcanzar dicha información. En cuanto al asunto objeto de consulta, qué duda cabe que es la ocasión de disponer de la información para la mejor evaluación de todos los aspectos del mismo; respecto del cliente, el primer contacto es vital para comenzar con las labores de captación, mostrándole tal como somos tanto personal como profesionalmente, lo que le ayudará a tomar la oportuna decisión. Por tanto, para alcanzar dichos objetivos (cliente y asunto) es necesario que el abogado este concentrado y atento, sin ansiedad alguna respecto al tema de los honorarios, pues de lo contrario, ya en los comienzos de la relación habrá perdido la independencia con la que está comprometido, y ello constituirá un riesgo enorme.

De hecho, el factor más peligroso frente a la independencia del abogado es, valga la redundancia, su falta de independencia económica. Sin ella, éste puede perder la lealtad que debe presidir su conducta y comprometer la libertad de defensa del cliente, trasunto de la libertad de criterio del abogado. En tal caso, el interés objetivo del asunto encomendado puede verse en peligro debido a la irrupción del interés propio del abogado y, así desembocar en actuaciones aparentemente lícitas pero completamente infundadas y animadas por el ánimo de lucro, pues ello puede dar lugar a consejos sobre acciones desaconsejables por infundadas, la interposición de recursos o negociaciones inviables con la finalidad de percibir honorarios, etc…, muestra evidente de dicha intromisión que, dicho sea de paso, encuentran su sanción en la normativa deontológica de nuestra profesión.

Con todo lo anterior no estoy ni mucho menos censurando a aquellos que piensan en los honorarios cuando un cliente llama a la puerta, pues insisto es inevitable, pero el abogado debe de disponer un, digamos, mecanismo o chip que de forma inmediata lo conduzca a mostrar un verdadero interés por el cliente y su asunto, siendo conscientes de que la pérdida de unos posibles honorarios debido a nuestra actuación durante la primera visita, no es más que una manifestación de nuestro deber de lealtad y honestidad hacía el cliente y claro reflejo de la independencia que nos guía.