Durante nuestra práctica profesional, no es extraño que los abogados nos enfrentemos a situaciones en las que el argumento del contrario se torna en un ataque personal, muy a pesar de nuestra actitud correcta y respetuosa durante el proceso dialéctico. Compañeros agresivos durante una negociación, partes contrarias exasperadas, familiares de dicha parte encendidos durante la espera de una vista, testigos provocadores, miembros de una Comunidad de Propietarios irrespetuosos y, en ocasiones, hasta clientes frustrados.

Cierto que no es muy habitual, pero cuando estas situaciones se producen, quedamos tan asombrados y perdidos que elegimos la opción más peligrosa y poco recomendable del contrataque personal, entrando así en un círculo vicioso de imprevisibles consecuencias.

Con estos antecedentes, hoy dedicaremos nuestro post a examinar este comportamiento que, en el campo de la argumentación, tiene encaje en la denominada falacia ad personam y cuya explicación podría resumirse en la frase de Elbert Hubbard “Si no puedes responder al argumento de un adversario, no está todo perdido: puedes insultarle”

Efectivamente, esta falacia se produce cuando el adversario, siendo consciente de que llevamos razón pero carece de argumentos para refutarnos, en lugar de atacar nuestro razonamiento, intenta descalificarnos personalmente con comentarios ofensivos, malignos, insultantes o groseros.  Por lo tanto, el adversario se aleja del objeto del debate para centrarse en la persona del adversario.

“Cállate ya, que con lo feo que eres mejor que te encierres en tu casa y no salgas”

De esta forma, quien insulta, ante la superioridad del adversario o la imposibilidad de responder con argumentos, pretende, a través del recurso al insulto, que aquel guarde silencio o que pierda su credibilidad. Para ello, se recurre a cuestionar el físico, la inteligencia, el carácter, la condición, o la buena fe del oponente.

Curiosamente, esta falacia tiene gran predicamento por una sencilla razón, cual es que cualquiera es capaz de utilizarla, y además, ante un público o auditorio proclive (amigos, familiares, etc.), causa un gran efecto, generando el desconcierto y la pérdida de control del adversario, quien ante el insulto gratuito e injustificado suele entrar en la batalla verbal, perdiendo toda su concentración.

Señala Damborenea en su Diccionario de Falacias, que hay quien emplea esta falacia antes de escuchar el argumento del contrario, “en una maniobra que coloquialmente se llama envenenar el pozo, es decir, no se quiere dejar agua para cuando llegue el contrincante, negando que esté cualificado para dar una opinión”. De esta forma, se predispone al auditorio frente a quien pretende iniciar su argumento:

Eres un novato en la profesión, así que más vale que no digas nada.

Anda cállate que cuando hablas sube el pan (muy propia de nuestra infancia).

Tú no eres mujer, así que lo que vayas a decir sobre el aborto no cuenta.

Una vez somos conscientes de la operativa de esta falacia, ¿qué podemos hacer para defendernos antes su empleo por el adversario?

Lo menos recomendable, pero lo más fácil, es contratacar con un ataque personal, pues es lo que nos pide el cuerpo. Sin embargo, como decía Schopenhauer, en estos casos “se acabará en pelea, duelo o proceso por injurias”, lo cual no es conveniente, pues supondría que hemos caído en la trampa del ofensor, y perdido la discusión que iba por tan buen camino. Como señala Damborenea, “desahogaremos nuestra cólera sin mejorar nuestra causa”

La actitud más eficaz ante este tipo de ataques reside en mantener la sangre fría y evitar la confrontación personal, volviendo enseguida al asunto debatido sin reparar en las ofensas; de este modo, haremos ver al contrario que estamos esperando su argumentación, pues el ataque personal carece de valor en esta confrontación y no nos afecta (por mucho que interiormente lo haga). De esta forma, desacreditaremos a la persona del adversario y a su capacidad de argumentar, pues desarmado, no encontrará lo que nunca construyó en su mente: un argumento.

Un ejemplo de esta actitud la encontramos en Temístocles de Plutarco, cuando aquel dice a Euriabiades

“Golpéame pero escúchame”

O cuando a Borges le lanzaron a la cara un vaso de whisky y dijo:

“Eso es una digresión. Ahora espero su argumento”

Si los insultos continúan tras nuestra razonada reconvención, mejor abandonar la discusión, pues una retirada a tiempo puede ser una clara victoria. Ahora bien, como vuelve a señalarnos Damborenea, “si alguna vez nos vemos impelidos al ataque personal hemos de procurar en primer lugar que culmine nuestro razonamiento (no que lo sustituya) y, en segundo lugar, revestirlo de formas corteses y, a ser posible, irónicas para mitigar sus efectos negativos”

En definitiva, cuando nos enfrentemos a una falacia ad personam, consideremos que si bien desipere est juris Gentium (delirar es un derecho común), nosotros tenemos la posibilidad de apartarnos de dicha regla, y evitar darle el gusto a quien nos insulta.