Hace unos tres años publique en el blog Manual Interno de Gestión de la revista digital legaltoday un post en el que narraba, a modo de cuento, una experiencia que había vivido en primera persona en el ejercicio de mi actividad profesional. Pues bien, la semana pasada lo estuve releyendo y pensé que sería interesante que los actuales suscriptores del blog que no habían conocido aquel post tuvieran la oportunidad de leerlo, pues estoy seguro que más de uno podríais veros identificados en esta breve historia con moraleja incluida.

Por ello, aquí tenéis nuevamente el texto, que salió en su día con el título “Un justo revolcón” que espero disfrutéis:

“Mi cliente C, un amigo, abogado mercantilista, que administraba y participaba una sociedad que denominaremos S, se presentó en el despacho con una demanda de desahucio por precario dirigida contra dicha sociedad en relación con una extensa finca rústica que ésta venía explotando en la sierra. Como consecuencia de diversos pactos verbales con la propiedad, la sociedad S explotaba la finca a título de administración desde hacía veinte años y ahora se veía demandada por precario.

El asunto no debía ser complicado.

Una vez recopilada numerosa documentación vinculada directa e indirectamente a la explotación agrícola-ganadera, enfoqué el asunto partiendo de la base de la doctrina de la cuestión compleja, que como sabemos prima la necesidad de acudir al ordinario que corresponda, cuando se declare que el contrato que vincula a las partes es de naturaleza atípica y compleja.

Tras preparar el asunto con sumo cuidado, el día del juicio partí acompañado de mi cliente con una voluminosa carpeta de documentos, perfectamente ordenados y numerados, sobre aspectos de la explotación agrícola, ganadera, de caza, etc… que a buen seguro – pensaba – nos ayudarían a salir airosos de la situación.

Ya en el Juzgado, observé, como me había anticipado el cliente, los viejos antagonismos que reflejaban las fugaces miradas de los contendientes, situación cuyo malestar se agudizaba con los escasos doce metros cuadrados en los que esperábamos nuestro turno.

Por fin, en el estrado todo discurrió perfectamente hasta la práctica de la prueba. La Jueza, ante el gran volumen de documentación que pretendíamos aportar y sobre todo ante las continuas y hábiles – para su defensa – interrupciones del letrado contrario, censurando que en un precario tratara de aportar tan numerosa documentación, decidió finalmente admitir sólo un documento de cuantos había aportado, no considerando necesarios el resto de la documentación.

Impugné la decisión y… protesté.

A partir de ese momento, los interrogatorios y las testificales se me antojaron vacíos y de exclusiva utilidad al contrario, quien, viéndome sin armas para defender una acción basada en la complejidad de la relación contractual, rezumaba en los interrogatorios la motivación y seguridad que yo iba perdiendo por segundos. Llegados al informe, hice lo que pude, pero consciente de que carecía de los pilares suficientes para sustentar mi alegato. De hecho, mi informe me sonaba literalmente a «hueco» tal y como seguramente sonó en toda la Sala.

Al concluir el juicio, y mientras introducía aquel inmenso expediente en el portafolios, miré de soslayo al letrado contrario y, descorazonado, comprobé como cruzaba una fugaz mirada de satisfacción con su cliente.

El regreso a casa en coche fue más triste si cabe. C, conocedor de estas lides, entendió lo que había ocurrido, pero, qué duda cabe que estaba más afectado que yo ante una segura derrota que ambos confesamos esperar a tenor de cómo se habían desarrollado los acontecimientos. El que ha vivido alguna vez el regreso de un mal juicio con un cliente sabe lo que digo.

En la soledad de mi despacho, estuve dos o tres días muy afectado con lo ocurrido. Había puesto mucho empeño e ilusión en el asunto. Tenía muy clara la línea de defensa y veía injusto que a través de un precario, la propiedad consiguiera deshacerse de la sociedad S tras veinte años de explotación de la finca. De hecho, tal era mi frustración, que me vino una de esas crisis que todo abogado ha tenido alguna vez y que le empuja a pensar en dejarlo todo, hasta que la madera de la que estamos hechos nos hace olvidar y continuar con nuestro trabajo enfrentando nuevos retos. De hecho, llegue a escribir en esta revista digital un artículo sobre lo peligroso de afrontar un juicio de precario.

El caso es que finalmente me olvide del asunto y esperé lo inevitable.

Y he aquí que dos semanas después llegó la sentencia: desestimatoria y con costas. ¡La Juez había acogido la cuestión compleja en base al contenido del documento que admitió como prueba documental!

Ni que decir tiene que viví durante un par de días en una nube. Feliz por la satisfacción y alegría de C; feliz porque nos habían dado la razón en base a nuestros argumentos; y feliz, paradójicamente, porque la Justicia me había dado un revolcón… un justo revolcón.

Me gustaría concluir este post con una cita de PIERO CALAMANDREI, de su Libro Elogio de los Jueces por un abogado, cita que al leerla me sugirió contar esta anécdota, (salvando naturalmente las distancias entre uno y otro caso y algunas consideraciones de la cita que no vienen a cuento).

«Estas defendiendo un pleito importante, uno de aquellos pleitos, no raros en lo civil, en el que de su resolución depende la vida de un hombre, la felicidad de una familia.

Estás convencido de que tu cliente tiene razón: no sólo según las leyes, sino también según la conciencia moral, que tiene más valor que las leyes. Sabes que deberías vencer si en el mundo existiese justicia…; pero estás lleno de temores y de sospechas:

Tu adversario es más sabio, más elocuente, tiene más autoridad que tú. Sus escritos están redactados con un arte refinado que tú no posees. Sabes que es amigo personal del presidente, que los magistrados lo consideran un maestro; sabes que el contrario alardea de influencias irresistibles. Además el día de la vista, tienes la absoluta sensación de haber hablado mal, de haber olvidado los mejores argumentos, de haber aburrido a la Sala, que, por el contrario, escuchaba sonriente la brillante oración de tu contrario.

Estás abatido y desalentado; presientes una derrota inevitable; te repites, con amargor de boca, que no debe esperarse nada de los jueces… Y, por el contrario, cuando conoces la sentencia recibes la inesperada noticia de que la victoria es tuya; a pesar de tu inferioridad, de la elocuencia del adversario, de la temida amistad y de las alardeadas protecciones. Estos son los días de fiesta del abogado: cuando se da cuenta de que, contra todos los medios del arte y de la intriga, vale más, modesta y oscuramente, tener razón».