El abogado, con el transcurso del tiempo, llega a acostumbrarse a presenciar situaciones que nos muestran la cara menos favorable de la sociedad: emociones como el odio, el rencor, la venganza; conductas como el engaño, el abuso la deslealtad; situaciones como la desgracia, la ruina económica e incluso la tragedia. Es natural, pues los conflictos que provocan nuestra necesaria intervención se producen entre personas, y éstas, con todos sus sentimientos y emociones, son las que finalmente se sientan en nuestros despachos y, a veces sumidos entre lágrimas, nos transmiten su frustración, angustia o dolor solicitándonos ayuda para lograr el restablecimiento de la situación previa a su conflicto.

Si leéis nuevamente el párrafo anterior, podríais pensar que  el post está dirigido a los psicólogos, pero, no, está dirigido a los abogados, puesto que todo encargo profesional conlleva necesariamente saber gestionar adecuadamente las emociones de nuestros clientes, ya que aun partiendo de nuestra necesaria objetividad emocional, el abogado no puede obviar la importancia del conocimiento del estado anímico con el que el cliente accede por primera vez al despacho. De hecho,  dicho conocimiento podrá ayudarnos en numerosos aspectos vinculados a la prestación de un más eficaz servicio, entre los cuales podríamos destacar los siguientes:

– El conocimiento de los deseos, pasiones e interés propio del cliente ayudará al abogado a profundizar en los hechos desde una perspectiva objetiva y determinar las posibilidades de éxito del asunto.

– El saber gestionar las emociones del cliente ayudará a que se sienta confortable en nuestra presencia y adquiera esa tranquilidad que necesita, fortaleciéndose de paso la confianza que debe presidir la relación cliente-abogado.

– También permitirá al profesional realizar una evaluación previa de cómo puede ser la futura relación profesional.

– Finalmente, el abogado podrá empatizar más fácilmente con él, lo que le ayudará a que se consume el encargo y, con ello, la captación del cliente.

La respuesta a esta cuestión no está muy lejos, pues comienza por nosotros mismos. Efectivamente, nosotros, los abogados, nos hemos visto en algunas ocasiones necesitados personalmente de los servicios de otro profesional (médicos, arquitectos, psicólogos, detectives, etc…) En estos casos, ya se apuntan unas determinadas sensaciones nada confortables: inseguridad, inquietud, duda, etc. Pero podemos ir un poco más lejos,  imaginemos que nos encontramos ante una situación en la que estamos personalmente involucrados en un asunto judicial en el que se encuentra en juego nuestro honor, libertad o patrimonio (que cada uno imagine lo que más le inquiete ahora mismo). En este caso hipotético, nos vemos obligados a recurrir a los servicios de un compañero desconocido que, por referencias, podría llevar satisfactoriamente nuestro asunto

Si hacemos un ejercicio mental al respecto,  tendríamos a lo largo de la entrevista una serie de sensaciones que nos harían sentirnos incómodos:

– Hasta que no viera al abogado me encontraría inquieto y ansioso, pues necesito exponer mi problema a alguien que pueda ayudarme.

– Estaría preocupado por la forma en la que me va a atender y si va a colmar mis expectativas.

– Al llegar al despacho examinaría con minuciosidad la forma en la que el personal del despacho me tratara  y los tiempos de espera.

– Al conocer al abogado, lo evaluaría por la primera apariencia conforme a mí intuición.

– Controlaría la atención que prestara a mi exposición.

– Calibraría de inmediato su solvencia  sobre la materia consultada.

– Analizaría con detalle si tiene prisa y quiere acabar la reunión cuanto antes.

– Esperaría a ver qué diría sobre los honorarios, pues la verdad es que este tema me inquietaría.

Dicho esto, ya podemos afirmar que así se sienten la mayoría de los clientes  cuando llegan por primera vez al despacho. Y en estos casos, el cliente lo que busca es alguien en quien confiar, alguien que con su pericia profesional pueda ayudarle a superar esta situación vital crítica, alguien a quien entregarle una parte de su vida para que le ayude restablecer la situación de normalidad perdida.

¿Por qué se sienten así? Pues porque el cliente está sufriendo un conflicto de carácter excepcional, ajeno a su vida ordinaria; porque su patrimonio, libertad, honor, etc… está en juego, y toda posible pérdida de los bienes de esta naturaleza se juzga como algo grave para cualquier persona normal; porque todo conflicto está rodeado de emociones peligrosas: ira, odio, rencor, venganza, etc… y eso afecta emocionalmente a toda persona.

En definitiva, el reflexionar seriamente sobre la forma en la que el cliente suele encarar el proceso de contratación de nuestros servicios es fundamental para empatizar con él y así no sólo dar pié a una relación, sino garantizar que ésta podrá convertirse en una experiencia que nos enriquezca en todos los sentidos.

Que cada uno, haga la prueba, y que saque sus propias conclusiones, pero lo cierto es que en este escenario ficticio nos habríamos sentido inseguros, inquietos, preocupados, escépticos, frustrados, quizás enojados y resentidos…