Hacía mucho frio y había muy poca gente por las inmediaciones del viejo edificio del Prado. Aquella mañana del 23 de diciembre pocos se acercarían por los juzgados, pues existía una especie de consenso tácito que advertía que ese día no habría juicios (ni abogados, procuradores, partes, testigos o peritos); tampoco serían recibidos con la mejor de las sonrisas los profesionales que osaran quebrar la paz de la oficina judicial.

Sin embargo, allí me encontraba, aterido, bajo el arco de uno de los soportales que guarnecían la entrada principal. Y os preguntaréis, ¿qué hacía yo en aquellos lares?… Pues me encontraba esperando a la familia de Juanito, a la sazón, mi cliente, inquilino preventivo del centro penitenciario desde hacía dos meses a resultas de un «tirón» que, por cierto, era el tercero que cometía en un año. ¿La causa de mi presencia?… Pues esperaba a que la madre de Juanito me trajera unos informes elaborados por el Párroco del Barrio y por el Presidente de una Asociación que se encargaba de ayudar a rehabilitarse a jóvenes de conductas ilícitas, y cuyo ámbito de actuación abarcaba el barrio de Juanito. En ambos documentos se exponía, de forma en exceso voluntariosa, el compromiso de ambos, párroco e institución, para cuidar a la oveja descarriada en caso de ser puesta en libertad.

Como podréis imaginar, ataviado con dicha información, pretendía pedir audiencia al juez instructor que había decidido el ingreso de Juanito.

Bienvenida que fue la madre (más por escapar del frío que por lo que me esperaba en el interior del edificio), recibí entre lágrimas y súplicas la tan ansiada documentación, y tras hacer prometer a la buena señora que se fuera y no me esperara, dirigí mis pasos a tan temido destino.

No me preguntéis como lo conseguí, pero allí me encontraba, sentado en ese amplio sillón de terciopelo verde (que tan bien conocía de anteriores asistencias) frente a don Pedro, tan recio y estricto como en sala. Preguntado por la razón de tan sorpresiva visita, le expuse que por fin había obtenido una documentación que pretendía aportar a la causa y que, a mi juicio, podría justificar se decretara inmediatamente la libertad provisional de mi cliente a la espera de juicio.

Tras analizarla con interés, la dejó a un lado (signo evidente de que poco o escasa impresión había causado en su ánimo), y me preguntó que si tenía algo más para poder sustentar tan aventurada petición. Antes esta oportunidad, argumenté y argumenté, como si estuviera en juicio, todo ello bajo la atenta mirada del juez, quien, quizás cansado, me interrumpió y me pidió algo más,  algo más contundente o tendría que dar por concluida la conversación.

Con esa sensación que se tiene cuando todo fracasa, pero sabes que queda una luz de esperanza, pensé en la madre, quien a pesar de mi consejo sabía que estaba esperándome, y pensé también que era Navidad… ¡Sí, eso, era Navidad! Este último pensamiento me dio una fuerza indescriptible que me invitó a decirle con absoluta honestidad lo siguiente:

«Señoría, solo le puedo decir que, estamos en Navidad y que, la madre de Juan, que me está esperando en la puerta de los juzgados, quiere con todo su corazón disfrutar de la compañía de su hijo en estas fechas tan señaladas, fechas en las que, si me lo permite, la Justicia también debe y puede impregnarse del espíritu navideño; acordar la libertad de mi patrocinado sería pues un gesto de benevolencia, misericordia  y, por qué no, de comprensión hacía todos aquellos que sufren por sus errores en estas fechas. Además, yo me ocuparía de que Juan no cometiera…

En este momento, don Pedro me interrumpió y me dijo con un gesto amable y casi sonriente, No siga por ahí letrado, usted no puede garantizar nada…Déjese de promesas que no puede cumplir y haga una cosa. Vaya a las dependencias del Colegio de Abogados y redacte un escrito al que acompañe esos documentos y, luego, preséntelos directamente en este juzgado…Su cliente estará libre para pasar la Navidad con su familia.

Lo miraba y no me lo creía, y, atónito, solo logré balbucear un muchas gracias lleno de afecto y de gratitud sincera (si las normas de gravedad y decoro no lo hubieran prohibido, le habría dado un abrazo). Me puse de píe y le tendí la mano que me estrechó con calidez. Me dirigí a la puerta y, nuevamente, el juez se dirigió a mí: «Y letrado, no se le ocurra hablarme de la Navidad en su escrito»; descuide – le respondí -, y, a continuación (casi lo había olvidado), le felicite las Navidades, a lo que me respondió cortésmente.

Una hora después, cuando salí del juzgado, allí estaba la madre de Juanito, tiritando de frio. Cuando me miró a los ojos, lo comprendió todo…

Al día siguiente, mientras celebraba la Navidad, reparé en un anuncio que felicitaba bajo el siguiente mensaje: «No hay paz sin Justicia, no hay justicia sin perdón». Sonreí para mis adentros y no pude evitar acordarme de Juanito, de su madre y, como no, de don Pedro, el juez que ese día encarnó a la Justicia,…y a la Navidad.

Óscar Fernández León.

(Este cuento fue publicado en la revista legaltoday.com el 21 de diciembre de 2017 bajo el título “De lo que aconteció en la visita de un abogado a un juez en Navidad”)