Hoy he recibido a un cliente que desde el principio no me ha transmitido buenas vibraciones. A pesar de ello, he hecho todo lo posible por escucharlo de la forma más objetiva posible, y diría que lo he conseguido, si bien he tenido que luchar conmigo mismo para que los pensamientos que iban surgiendo a medida que lo escuchaba, no contaminarán la información que estaba recibiendo.

Esta situación me ha recordado un post que escribí hace ahora dos años (Abogado, no juzgues al cliente) y que, tras leerlo, me gustaría compartirlo nuevamente con vosotros y con aquellos que no lo conocen, pues relata una experiencia que me ayudó en lo sucesivo a comportarme con la máxima objetividad ante cualquier nuevo cliente.

«Recuerdo que hace bastantes años se presentó en el despacho un cliente con el que no había tenido relación profesional anterior y con el que no estaba citado.  A la vista de su insistencia, y a pesar de estar bastante ocupado preparando un juicio, accedí a recibirlo. El hombre, de aspecto desaliñado, me contó como la noche anterior había atropellado a alguien y que, asustado y quizás con alguna copa de más, había huido.

Estaba desesperado y no sabía lo que hacer.

Perplejo, lo miré, y por mi mente pasaron multitud de ideas sobre la persona frente a la que me encontraba, y  a pesar de su desesperación, reconozco que en mi pensamiento fui bastante duro con él. No sé cómo explicarlo, pero durante unos momentos, me puse en el lugar de ese «alguien» y de su familia, y me sentí muy incómodo en aquel «individuo», lo que me impidió centrarme en su exposición.

Estaba juzgando al cliente…

No obstante, poco a poco, superada esa sensación, y con mucha paciencia, fuimos poniendo en pie los hechos. Cogimos mi coche y nos acercamos al lugar donde el cliente afirmaba se produjo el siniestro. Ni rastro. Acto seguido, nos personamos en la Comisaría más próxima y pusimos en conocimiento de las autoridades el posible accidente. Afortunadamente, no había denuncia alguna. No obstante, en los días siguientes la policía hizo diversas averiguaciones y comprobaciones en el vehículo, concluyéndose que éste había impactado con un perro de grandes dimensiones o quizás un jabalí, por lo que todo quedó aclarado en cuanto a la involucración de una víctima humana.

Aclarada la situación, el cliente me contó con cierto sosiego y detalle el calvario que estaba atravesando en su vida personal, lo que, al parecer, le había impulsado a conducir durante horas sin destino alguno en un estado cercano a la desesperación.

Y con el tiempo, tuve la suerte de conocer a una gran persona

De estos hechos aprendí una lección que nunca olvidaré, que estimo de vital importancia para los compañeros que empiezan, y es que los abogados no debemos juzgar a los clientes, pues desconocemos lo que está pasando en sus vidas. Tan solo tenemos noticia de un acontecimiento problemático que suele ser una situación concreta, que no es más que la punta de un iceberg de una forma de vida que ignoramos completamente.  Por lo tanto, si el cliente se acerca al despacho y decide informarnos de una situación difícil (como ocurrirá en la mayoría de los casos) el abogado debe ser consciente que el cliente está se ha armado de valor y ha dado un paso muy importante al acercarse a nosotros y confiarnos sus problemas, y eso ya de por sí merece nuestra capacidad de escucha atenta sin la realización de juicio alguno.

Y la razón es sencilla: los abogados estamos para ayudar, y no para juzgar, y toda ayuda requiere una conducta empática a través de la cual podamos entender lo que ha llevado a esa persona a actuar cómo lo ha hecho. Es más, actuando sin juzgar podremos conocer los hechos de forma completamente objetiva, alejados de todo subjetivismo que conlleva el juicio de los demás.

Y de esto saben mucho los abogados que disponen de cierta experiencia. Si bien acabamos sabiendo de que pie cojea cada cliente (¡lo cual entraña un juicio!), éste conocimiento no llegará hasta que hayamos interactuado con él en diversas ocasiones, y sea inevitable formarse una semblanza del mismo, pero, inicialmente, los abogados sabemos aislarnos y escuchar buscando los detalles que nos ayudarán a encontrar una buena defensa, no permitiendo que nuestro juicio contamine la percepción de la información que hemos de recabar para conocer a fondo el caso y decidir si lo aceptamos y, en su caso, definir la mejor línea estratégica.

En definitiva, no podemos olvidar que para el abogado es un honor que alguien deposite su confianza en busca de ayuda, y esto solo puede entenderse de una forma: sin juzgar a ese alguien».