Tradicionalmente la relación despacho-cliente se ha caracterizado por la nota de la primacía del individuo, o lo que es lo mismo, la dependencia del cliente de un determinado profesional de la organización que disponía de la experiencia, especialización y habilidad para llevar sus asuntos, de manera que los despachos tradicionales atraían a sus clientes con su principal activo: un determinado profesional, conocido por su nombre y apellidos, que podría satisfacer las necesidades del cliente, ganar su confianza, fidelizarlos y retenerlos.

Dicho de otro modo, el abogado se identificaba con el despacho.

De esta forma, cuando el profesional que mantenía la relación con determinados clientes dejaba el despacho era seguido por toda una cohorte de clientes que sentían la necesidad de que ese concreto profesional continuara llevándole sus asuntos, quedando la organización privada de la experiencia del profesional y de la correspondiente proporción de clientes, ¡todo un desastre!…para el despacho, claro.

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