Algunos clientes consideran que el abogado debe ser muy agresivo en su defensa, pues piensan que  para que los defiendan bien, aquel tiene que identificarse plenamente con su perspectiva emocional, es decir, mostrar una actitud agresiva y vehemente hacía el contrario y su abogado.

De esto que hablo saben bien los abogados que se baten el cobre solos o en compañía de dos o tres letrados en pequeños despachos, abogados de trinchera cuya cartera de clientes acoge un espectro de gente muy variopinta, entre los que, de vez en cuando, aparece uno de estos ciudadanos, convertido en cliente, que no busca un abogado, sino un artefacto que, más que para defenderlo, debe usarse para el ataque.

Esta percepción que viven este tipo de clientes tiene su origen en el desconocimiento de nuestra función y en la nefasta influencia que el cine y algunos programas televisivos tienen sobre parte de nuestra sociedad, a la que se transmite una imagen que induce a pensar para ser un buen abogado hay que compartir la pasión del cliente y seguir todos sus consignas, mandatos que podrían resumirse en actuar en negociaciones y en sala de forma agresiva y, como no, mantenerse rudo y descortés con el abogado y la parte contraria, quedando vetadas la cortesía y camaradería que ha presidido la relación entre compañeros de toda la vida.

Estas conductas,  que vemos en ocasiones especialmente en asuntos de familia o laborales son, a mi modo de ver, no solo completamente inútiles y desacertadas, sino que vulneran las normas deontológicas establecidas para preservar las relaciones entre los abogados.

Inútiles porque si bien la gestión de las emociones es fundamental en todo proceso de negociación o litigio, el que el abogado apele a la falta de cordialidad, o lo que es peor, de respeto con el letrado contrario o con su cliente, no conduce absolutamente a nada, sino más bien a ampliar la brecha pasional con la que las partes acceden al litigio, amputando la posibilidad de mediación o negociación con la que se podría dar una solución amistosa al mismo. No podemos olvidar, que nuestra misión reside en cumplir con las funciones de consejo, mediación o defensa  con el fin de auxiliar al cliente, al juez y, en última instancia a la sociedad para alcanzar soluciones de la controversia que sean posibles y factibles de conformidad con el ordenamiento jurídico en el que intervenimos. En la medida en la que, tras aceptar el encargo, actuemos movidos por ese rencor a todo lo que se mueva en terreno contrario, flaco favor estaremos haciendo a nuestro cliente y a la sociedad.

Desacertadas, pues la agresividad poco aporta para el éxito en la defensa del asunto. Los que gritan y hacen aspavientos, deben recordar que la solución a la controversia encuentra su última instancia en la aplicación del ordenamiento jurídico a los hechos que conforman la misma, por lo que las probabilidades de éxito estarán no con el que más grite, sino con el más hábil en la preparación y estudio del asunto, siendo el paroxismo en la defensa indicio claro de falta de preparación.

Finalmente, estas conductas son deontológicamente incorrectas, pues las normas deontológicas preservan precisamente la dignidad del otro letrado y en última instancia la de nuestro colectivo profesional. Ya no por educación, sino por respeto a los cimientos de nuestra profesión, el abogado debe saber que el compañero contario está haciendo exactamente lo mismo que él, es decir, defendiendo los intereses de su cliente, con mayor o menor razón, pero cumpliendo con su cometido, y desconocer esto, conduce a una miopía profesional que, tarde o temprano, conllevará al aislamiento e incluso al retiro anticipado. En tal sentido, decía Martínez del Val “da a tus compañeros la estimación que merecen: luchan como tú mismo por el derecho y la justicia”, frase que podríamos completarla con la siguiente de Da Silva Martins “Considera siempre a tu colega adversario imbuido en los mismos ideales que tú te revistes. Y trátalo con la dignidad que la profesión que ejerces merece ser tratada (Da Silva Martins).

Por ello, cuando nos encontremos a uno de estos clientes, hemos de mantener nuestra independencia y actuar siguiendo las normas de nuestra conciencia y, por supuesto, las normas deontológicas, evitando caer en las redes de la pasión de aquéllos, y conduciéndonos con la implicación profesional que el caso requiere, pero alejados de toda pasión que enturbié nuestra defensa y nos impida cumplir con nuestra función. Si esto no es posible, la mejor opción es desistir de la relación, cueste lo que cueste, y esto lo digo por propia experiencia porque lo he vivido y tras intentos frustrados de hacer cambiar de mentalidad al cliente, he tenido que cesar en la relación con el cliente.

En definitiva, me quedo con la cordialidad, amabilidad y respeto entre compañeros, no olvidando que en la medida en la que contribuyamos todos a extender esta actitud cordial, estaremos engrandeciendo nuestra profesión.