A los abogados nos encantaría que el cliente estuviera siempre y en todo momento satisfecho con los honorarios que cobramos por nuestros servicios. Este sería un escenario ideal que alejaría de la relación múltiples desencuentros con los que nos hallamos habitualmente cuando gestionamos esta delicada materia. Si bien es cierto que en ocasiones aquel no se manifiesta al respecto y paga, lo cierto es que los honorarios siempre contribuyen a generar cierta tensión en la relación abogado-cliente.

Y ello es lógico, pues el cliente, que suele llegar al despacho en una situación personal o patrimonial complicada que afecta a su seguridad vital, se encuentra que para poder obtener la ayuda que necesita tiene que realizar un importante desembolso (¡Con la que me ha caído y encima tengo que pagar X euros al abogado!). Visto desde nuestra perspectiva, este dilema no es de recibo, pues somos profesionales que nos dedicamos a prestar unos servicios jurídicos que tienen un coste, pero desde la visión del cliente, si somos empáticos, comprenderemos el por qué de dicha percepción.

Con todo esto nos estamos refiriendo a un concepto de enorme trascendencia, cual es el valor que el cliente da a nuestros honorarios o el valor por dinero, ya que su adecuada gestión por parte del abogado facilitará enormemente el desarrollo de la relación profesional preservando el vínculo de confianza.

Para analizar esta cuestión, es muy importante partir de la base de que para el cliente es muy difícil evaluar el valor de nuestros servicios en términos económicos, ya que no solo desconoce la complejidad de nuestra actividad profesional y los elementos que el trabajo lleva asociado, sino que la intangibilidad de los mismos, es decir, su imposibilidad de percibirse de forma material,  dificulta aún más dicha evaluación. A ello hemos de añadir, para complicar más la situación, la percepción social de que nuestros honorarios profesionales son “caros”, conclusión que se alcanza partiendo de comparar el precio de nuestros servicios con la media de retribuciones en la sociedad, lo que motivará que, desde el principio, todo intento de valoración estará condicionado por lo gravoso de los mismos. Esto último hará que el cliente, incluso si ha tenido anteriormente o mantiene hoy en día una relación profesional, sea hipersensible al proceso de minutación, hasta el punto de que una gestión desafortunada de este proceso podrá afectar gravemente a la relación de confianza ya existente.

En todo caso, el valor que el cliente dé a nuestros honorarios es una cuestión eminentemente subjetiva (y variará con cada cliente), lo que lógicamente diferirá de lo que establezcan nuestros criterios, y que en última instancia reflejará lo que aquel haya ganado con la relación profesional, y con ello nos referimos a la medida en la que hayan sido cubiertas sus expectativas (igualadas o superadas).

Partiendo de lo expuesto, cuando se trata de la gestión de nuestros honorarios, el abogado debe ocuparse de emparejar todo lo posible el valor que nosotros damos a nuestros servicios con lo que éste considera que es el valor percibido por nuestro trabajo en términos monetarios.

Para alcanzar dicho objetivo, los abogados debemos adoptar las siguientes medidas:

1º.- Contribuir a la formación de unas expectativas realistas del cliente en relación con el desenvolvimiento de su asunto. De esta forma, fijado un nivel realista y alcanzable en sus expectativas, será posible que la valoración económica de nuestros servicios esté ajustada a dichas expectativas en las que el abogado trabaja y conoce.

2º.- Para los clientes un buen asesoramiento constituye dinero bien empleado, por lo que es fundamental que el abogado demuestre una sólida competencia técnica en su actuación profesional, lo que aportará seguridad y tranquilidad al cliente, ya que estarán dispuestos a pagar más por evitar el riesgo en que se encuentran. Pero es más, el abogado deberá igualmente demostrar al cliente que se preocupa por los aspectos de hecho que conforman el caso (obtención de información in situ, investigación de hechos, etc…)

3º.- Informar permanentemente al cliente del estado de su asunto durante las diversas fases del mismo. De esta forma, no solo gestionamos las expectativas del cliente, sino que transmitimos el valor de nuestros servicios, que no se limita a aceptar un encargo y obtener un resultado. No hemos de olvidar que el cliente desconoce en qué consiste nuestro trabajo (y por tanto no puede evaluarlo), de modo que si le hacemos participe del desarrollo del mismo a través de un proceso de comunicación permanente, aquel irá cogiendo forma y facilitará su evaluación.

4º.- Cómo gestionamos el proceso de presupuestación y facturación será esencial para una mejor valoración económica de nuestros servicios. El cliente quiere que seamos transparentes cuando se trata de honorarios profesionales. Quiere saber cuánto va a costar nuestro trabajo, cómo tiene que pagarlo y cuando debe llevarlo a cabo.  Es más, si por el fuera, le encantaría saber cómo calculamos nuestros honorarios. Por lo tanto, si somos transparentes y gestionamos adecuadamente el proceso desde el principio de la relación (incluso siendo flexibles en el proceso de negociación), qué duda cabe que el cliente se sentirá más satisfecho decreciendo la tensión con la que afronta la relación, lo que a su vez facilitará el proceso de evaluación.

5º.- Finalmente, el despacho debe saber que el cliente es muy sensible a la relación honorarios/dificultad del trabajo realizado, o lo que es los mismo, para cliente la percepción sobre el valor de los honorarios variará entre los derivados de un trabajo rutinario y los de otro más complejo, por lo que el despacho deberá saber diferenciar a través de la minutación adecuada los mismos (por ejemplo, a través de la intervención de un junior o un socio)

Por lo tanto, a la vista de la sensibilidad del cliente en esta materia, seamos sensitivos también, y actuemos desde el principio de la relación contribuyendo activamente a que el cliente perciba que está recibiendo un servicio que le proporciona valor no solo en términos del precio, sino también de confianza.