La semana pasada tuve una experiencia profesional y personal extraordinaria. Simple, sencilla como la vida misma, pero extraordinaria.

La mañana se había puesto muy complicada: reuniones internas, llamadas, envío de documentos, etc…, tan complicada que casi olvide que a las 12 horas tenía cita con un cliente al que no veía desde hace más de quince años.

Tan es así, que cuando mi secretaria me comunicó que había llegado la visita, literalmente, pegue un respingo, pues no contaba con ello. Imaginaos como me encontraba…

Una vez con reunidos, y tras los saludos de rigor, el cliente entró en materia y me entregó toda la documentación necesaria para plantear la acción correspondiente. Yo, y me cuesta reconocerlo, totalmente desbordado mentalmente, ya tenía la cabeza en las gestiones que me quedaban por hacer durante la mañana, y aunque tomaba conciencia de estar incumpliendo los principios que rigen nuestra conducta en una visita (y de la que tanto he escrito), no podía evitarlo: necesitaba concluir la misma.

Y he aquí, que el cliente, un buen hombre, necesitaba lo contrario, pues precisaba hablar conmigo sobre los últimos acontecimientos de su vida, y, así, sin solución de continuidad, se lanzó a contarme sus últimas experiencias vitales, que se resumían en la pérdida de dos familiares muy cercanos, y entre algún que otro sollozo, me expuso como habían influido estas pérdidas en su vida y las dificultades que enfrentaba para superarlas.

Cuando empezó con su historia, yo seguía con el “piloto automático”, pero al momento, me transformé y casi sin percibirlo, comencé a escuchar y a vivir con verdadera empatía el padecimiento de quien necesitaba ser escuchado.

Ya no había prisa, las gestiones pendientes desaparecieron como una niebla pasajera, y perdí la noción del tiempo…

Tras despedirse el cliente, mientras me dirigía al despacho, con una sensación extraña de solidaridad y compasión, reflexioné sobre lo ocurrido durante la visita, y pensé que probablemente me había equivocado; pero que también había corregido a tiempo, transformando una conducta poco acertada en otra verdaderamente profesional, puesto que los abogados no hemos de olvidar que con personas tratamos y como personas hemos de tratarlas, y no solo exteriormente, sino interiormente, de manera que estar con un cliente es estarlo en cuerpo y alma.

Luego, volví a montarme en la noria diaria de mis actividades, sin bien el pensamiento de lo ocurrido no me abandonó durante el resto de la jornada.

No obstante, no me culpo, pues como abogado soy tan humano como ese buen hombre al que llamamos “cliente”, pero por lo vivido, trataré de aprender de esta experiencia que me ha enseñado a comprender un poco mejor la esencia de la relación abogado-cliente.