Tras años de ejercicio, sigo sorprendiéndome por el desconocimiento que existe en nuestra sociedad sobre el mundo del derecho y, particularmente, sobre el de los abogados. Este asombro, que a veces torna en perplejidad, produce verdadera tristeza, pues en pleno siglo XXI son muchas las voces que, desconociendo nuestra profesión, realizan juicios de valor que, fundados en la ignorancia, traspiran una animosidad hacia lo que hacemos y, por extensión, hacia todo lo relacionado con el mundo de la Justicia y sus operadores.

¿Pero cómo es posible que defienda a ese asesino…?;  Hay que tener poco moralidad para defender a un tipo así…; El abogado sabe que miente y, ahí lo tienes,le sigue el juego…; El abogado sabe que es culpable, y aún así, lo defiende…; pero si hay leyes, para que queremos abogados si lo que hacen es retorcerlas…

Ciertamente, los abogados somos conscientes del analfabetismo jurídico que existe en la sociedad (y no lo digo con ánimo despectivo ni mucho menos), y que podría sintetizarse en la idea de que las leyes están para ser burladas, siendo el abogado uno de los instrumentos de dicha transgresión. Esta idea, sencilla pero demoledora, se  manifiesta en la persecución “moral” de aquellos abogados que defienden a imputados por acciones que han causado enorme alarma social (crímenes mediáticos), en el desconocimiento y falta de valoración de la labor que realizan los abogados de oficio,  en la generalización que se proyecta sobre el colectivo de la abogacía por la conducta irresponsable de unos pocos, y  en la ignorancia del esfuerzo que desarrollamos día a día los abogados por servir a la sociedad…

Al final, analizando la casuística existente, existe una notoria falta de conocimiento tanto del papel que desempeñamos los abogados en sociedad, como en algunos de los derechos esenciales sobre los que orbita, y condiciona, la necesaria parcialidad de nuestra intervención (derecho de defensa de todo ciudadano, presunción de inocencia, derecho a no declararse culpable, etc.).

Y es precisamente el abogado, como señalaba Jose María Martínez Val en su obra Abogacía y Abogados, quien tiene más preparación que nadie para combatir este analfabetismo y, por tanto, la responsabilidad de acometer dicha tarea.

Para ello, no basta con actuar en el aula de nuestro despacho o del foro, demostrando a nuestros clientes, esos alumnos privilegiados, nuestra profesionalidad y vinculación inquebrantable con el mundo del derecho; no, hay que salir a la calle y divulgar con afán de formar a la sociedad, sea a través de los medios de comunicación, como dando conferencias a colectivos, asociaciones, colegios, e incluso aprovechar las charlas de amigos o familia para apuntalar aquellas generalizaciones (hoy tan de moda en las redes sociales) que hemos de combatir.

Este magisterio social es uno de los deberes más olvidados por nuestro colectivo, pero, a su vez, es uno de los más reconfortantes y vitalizantes, pues nos convierte en parte activa de la formación de la sociedad y, a su vez, en defensores a ultranza de nuestra profesión y de la misma Justicia.

Creo que es para pensárselo, y para plantearse, en la medida de las posibilidades de cada uno, aportar su esfuerzo para derribar este muro que se ha ido forjando entre la sociedad y el mundo del derecho.

Y concluyo con este párrafo del ya citado don José María, cuyas reflexiones han motivado este post:

“En definitiva, por sus estudios especializados y por su experiencia de la vida, el Abogado es – debe ser – un activo constructor de la Sociedad. Reducirse al bufete y al Foro puede ser la posición profesional más cómoda. Pero no es la que más llena ese otro conjunto de deberes sociales que por ser Abogado rebosan todas las posibles y múltiples facetas de la profesión.

Si nobleza obliga, la nobleza de la Toga se cifra en servir con la Justicia a la Sociedad. Y en este servicio no son perdonables las deserciones.”