Afirman Elena Regúlez y Bárbara Pastor que “Un interrogatorio es como una obra de arte. Igual que en un mosaico, las preguntas y respuestas van narrando una historia. En su construcción intervienen las palabras y los silencios. Los tiempos y las intenciones. Lo que se dice y lo que se intuye”. Y así es, porque detrás del interrogatorio que formulamos en sala hay horas de lectura, de cruce de datos, de comparaciones entre declaraciones, de análisis de informes periciales y de revisión de numerosos documentos. Es un proceso que combina técnica jurídica y oficio. Mucho oficio, diría, porque no basta con saber qué preguntar: hay que saber cómo, cuándo y con qué objetivo.

Por otro lado, el interrogatorio sigue siendo, en cualquier jurisdicción, una herramienta decisiva. Las normas procesales fijan la forma en que deben plantearse las preguntas: directas, claras, precisas, orientadas a los hechos, etc., lo que obliga al abogado a mantener un control absoluto sobre la estructura del interrogatorio y sobre la finalidad de cada pregunta.

Llegados a este punto, cabe cuestionarse si la irrupción de la Inteligencia Artificial puede ser útil a los abogados en la elaboración de los interrogatorios. La respuesta es, a mi juicio, afirmativa, ya que, si bien no transforma la esencia del interrogatorio, sí ofrece un apoyo que nos permite trabajar con mayor agilidad y con una mirada más exhaustiva sobre la información relevante del caso.

Efectivamente, la IA puede resultar útil: analiza expedientes completos en poco tiempo, contrasta declaraciones, resalta contradicciones internas y señala lagunas que quizá habíamos pasado por alto. En este sentido, libera tiempo para concentrarnos en la estrategia.

Ahora bien, la IA solo resulta realmente útil cuando integra conocimientos propios de la litigación. Las herramientas que se limitan a transcribir información o a generar preguntas formales carecen de profundidad procesal. Un interrogatorio es una secuencia diseñada para obtener un relato, para desmontarlo, o para reforzar o debilitar un punto específico que sostendrá la teoría del caso de las partes. Por tanto, para que la IA resulte valiosa, debe disponer de la información necesaria sobre lo que denominamos técnicas de litigación aplicadas al interrogatorio (cuyo conocimiento se presupone en el abogado que emplea la propia IA). Esto implica distinguir entre un interrogatorio directo y un contrainterrogatorio, y saber qué técnicas aplicar en cada caso: objetivos (constructivos o destructivos), tipo de preguntas (abiertas o cerradas), tipo de testimonio que se pretende obtener (narrativo o de respuestas sí/no), orden del interrogatorio (cronológico o temático), ritmo de las preguntas (rápido o pausado), aproximación al testigo (amigable u hostil, directa o indirecta), técnicas de control, etc. En definitiva, la IA necesita conocer las reglas estratégicas del juego.

Aun así, la estrategia nunca puede delegarse. El abogado debe decidir qué hechos priorizar, cuándo insistir, cuándo retirarse y qué punto reservar para el final del interrogatorio. La IA puede ordenar la información, mostrar relaciones entre documentos y sugerir enfoques, pero la conducción del intercambio —el ritmo, las pausas, el tono— sigue perteneciendo al profesional que asume la defensa. El valor del abogado está en su capacidad para adaptarse a lo inesperado, interpretar la actitud del declarante y reconducir la situación cuando las respuestas toman un camino imprevisto. Ningún sistema reproduce esa sensibilidad forense.

El uso de IA en esta tarea plantea también exigencias legales. Trabajamos con expedientes que contienen datos personales y, en muchas ocasiones, información especialmente protegida. El RGPD, la LOPDGDD y el Reglamento europeo de IA establecen obligaciones estrictas sobre cómo debe tratarse esa información: minimización, proporcionalidad, seguridad, transparencia y supervisión humana cualificada. Esto implica que cualquier herramienta que utilicemos debe garantizar la confidencialidad del expediente y evitar que los datos sean empleados para finalidades distintas a las previstas. La protección del secreto profesional es irrenunciable; un sistema que no la garantice queda automáticamente descartado.

Además, existe el riesgo de que la herramienta incorpore sesgos o produzca sugerencias que no respeten las garantías procesales. Una pregunta incorrectamente formulada puede, más allá de su inadmisión, perjudicar la credibilidad del abogado y comprometer la coherencia de la estrategia. Por eso es imprescindible que las propuestas generadas por la IA estén sometidas siempre al criterio y escrutinio del profesional. La norma exige que el abogado pueda explicar la pertinencia y finalidad de cada pregunta, algo imposible si se limita a reproducir lo que una herramienta le ha sugerido.

También conviene recordar que la comprensión del sistema depende de la calidad de la información que se le proporcione. Si se trabajan solo fragmentos, si se omiten documentos relevantes o si el expediente está incompleto, las conclusiones serán parciales. La IA amplifica el análisis, pero no lo corrige de raíz.

Concluyendo: cuando se utiliza con criterio, con conocimiento procesal y con respeto a los límites legales y éticos, la IA se convierte en una herramienta valiosa que refuerza la labor del abogado. Cuando se usa sin supervisión o sin entender cómo funcionan sus propuestas, introduce más problemas que soluciones. La Inteligencia Artificial no sustituirá al abogado en el interrogatorio; su función es liberar carga, ampliar perspectivas y mejorar la preparación. Lo esencial sigue siendo el juicio profesional del letrado, su dominio del caso y su capacidad para interrogar con solvencia mediante técnicas de litigación. La tecnología, bien empleada, solo puede ayudar a que ese trabajo se realice con mayor precisión y con menos riesgo de pasar por alto detalles relevantes.