Cuando empiezas montando tu propio despacho la soledad constituye uno de los acompañantes más fieles, soledad entendida como depender exclusivamente de ti mismo, como el “sentirse solo”.

Ello tiene una explicación bien sencilla: cuando empiezas por tu cuenta (generalmente tras el aprendizaje en otro despacho), por mucho apoyo externo que tengas (un padrino, colegas, etc.) en el fondo eres el único responsable de algo más que llevar asuntos, y con ello me refiero a gestionar tu negocio (sí, sí, alto y claro: gestionar tu negocio), pues tienes que tomar numerosas decisiones que exceden de la actuación profesional como gestionar las relaciones con los clientes, fidelizarlos y, por supuesto, captarlos, tomar decisiones económicas, facturar y cobrar tus minutas, etc. Pues bien, estas decisiones solo puedes adoptarlas tú, y difícilmente encontrarás quien pueda apoyarte al respecto; si compartieras el despacho con otros compañeros, qué duda cabe que todo sería más fácil,  pero estando solo esto es mucho más complejo.

Esta situación te hace experimentar una sensación de soledad con la que no contabas, y que se ve intensificada con tu falta de preparación en numerosos aspectos de dicha gestión.

Pero la soledad también viene por los asuntos que lleves, pues por mucha ayuda que te pueda prestar tu padrino o maestro, finalmente acabas encontrándote en la encrucijada de decidir qué hacer en uno u otro caso. A veces, incluso llegas a tomar decisiones sin consultar a tu maestro, porque te da vergüenza de ser tan pesado, lo cual no es nada recomendable.

Finalmente, la soledad deriva de la imposibilidad de compartir la incertidumbre que estás viviendo en tus primeros pasos profesionales. Al comenzar, estás muy motivado e ilusionado, pero ello no quita para que constantemente sientas la Espada de Damocles de un posible fracaso (porque no vales, porque no te van a salir clientes, porque no ganas lo suficiente, porque no aguantas la actitud de los otros abogados, jueces, fiscales, agentes judiciales, etc.), y ello te hace estar constantemente pensando en ello, sabiendo que nadie te va a entender, pues es algo tan propio y tan íntimo, que eres consciente de que compartirlo va a reportar escasos beneficios.

Con el tiempo he comprobado que la soledad es una de las facetas más duras de la abogacía, ya que repercute no solo a nivel físico, sino igualmente a nivel mental: pensamientos y reflexiones que, como un caballo desbocado, nos sumergen en un mundo de alegría y tristeza, ánimo y desánimo, esperanza y decepción, lo que particularmente se vive de una forma muy especial en soledad.

¡Si los abogados hiciéramos un diario de nuestros quedaríamos impresionados!

Sin embargo, esa sensación de soledad te endurece, y a la postre, acaba beneficiándote.

Efectivamente, recordando aquellos años, creo que la soledad me ayudó a conocerme mucho mejor; igualmente, gracias a esas sensaciones conocí un mundo más duro y difícil, muy alejado de las comodidades y vida relativamente fácil que había tenido hasta entonces; fue como un despertar; por otro lado, la soledad me vacunó frente a las periódicas bajonas que fui superando a lo largo de mi práctica.

Una reflexión final: la soledad del abogado no es aislamiento e incomunicación, la soledad es una forma de vivirte a ti mismo en todo lo relativo a tu forma de ejercer la abogacía, pues lo cierto es que disponemos siempre de los compañeros, jóvenes o veteranos para ayudarnos y para superar los baches que, en cierta medida, si no pides ayuda, incrementarán de forma nociva esa sensación de soledad.

Este texto pertenece a un capítulo de la obra AVENTURAS Y PERIPECIAS DE UN JOVEN ABOGADO https://oscarleon.es/mis-libros/