Cuando tenía doce años jugaba en el equipo de fútbol de mi clase y era habitual que los sábados por la mañana se organizaran en colegios de otros barrios partidos de fútbol en los que la discusión sobre las bondades del respectivo colegio o barrio, era el desencadenante del reto que nos llevaba a visitar tierras ignotas para resolver nuestras cuitas.
Recuerdo que en una de estas ocasiones jugamos contra un equipo en el que entre los once adversarios había al menos tres o cuatro benjamines de unos nueve o diez años y los más llamativo, dos chavalas de igual estatura que estos. Al verlos calentar, comenzamos con la guasa sobre la paliza que íbamos a darles, la cual sería más sonada al ser «a domicilio», máxime a la vista del ambiente hostil que se había creado contra los visitantes.
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