Un abogado había conseguido acumular en los últimos años una fortuna de tres millones de euros (1). Satisfecho, aquella tarde, solo en el despacho, y tras concluir una compleja opinión legal, introdujo cuidadosamente las claves bancarias en el ordenador y, apoyado en su escritorio, se regodeó con los seis ceros que brillaban en el saldo de su cuenta corriente. ¡Lo había logrado!, después de tantos años de trabajo, no solo se había convertido en uno de los mejores juristas del país, sino que además disfrutaba de una posición económica envidiable que, con seguridad, no pararía de crecer.
Rondaba estos pensamientos, cuando decidió ir al office a prepararse un café – la noche sería larga, y había que estar despierto, pensó – . Al incorporarse, notó un fuerte dolor en el brazo izquierdo, lo que motivó que se incorporara con sumo cuidado, pues no era la primera vez, y sabía lo que había que hacer para mitigar este molesto dolor. Tendría que ir al médico – se repitió como tantas otras veces -, pero – pensó -, a ver de dónde saco el tiempo…
Al regresar con el café humeante a su despacho, sentado en su escritorio se encontraba el Angel de la Muerte, quien lo observaba con una mirada inexpresiva, pero terrorífica.
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