La irrupción de la Inteligencia Artificial (IA) en el mundo del derecho ha generado un debate intenso sobre su impacto en el ejercicio de la abogacía. Como en toda revolución tecnológica, el entusiasmo y el escepticismo conviven en el sector, mientras se multiplican y aventuran las predicciones sobre el futuro de nuestra profesión. Algunos sostienen que la IA podría llegar a reemplazar a los abogados, reduciéndolos a meros supervisores de procesos automatizados. Sin embargo, y a mi juicio, esta visión es tan errónea como simplista.
La IA es y seguirá siendo una herramienta poderosa para optimizar numerosas tareas en el ámbito jurídico. Sin embargo, el derecho no se reduce a un mero procesamiento de información ni a una lógica estructurada; es, ante todo, una disciplina profundamente humanista. La esencia de la abogacía reside en la comprensión y gestión de las emociones, en la capacidad de interpretar el comportamiento humano y en la aplicación del conocimiento con sensibilidad y criterio. Aspectos como, y a modo de ejemplo, la empatía, la intuición y la estrategia en la toma de decisiones son inherentes al abogado y, al menos por ahora, siguen estando fuera del alcance de la IA.
Ciertamente, la IA ya está transformando la forma en que trabajamos; la automatización de tareas repetitivas, como la revisión de documentos, la investigación jurisprudencial y la generación de borradores, nos permite ahorrar tiempo y concentrarnos en actividades de mayor valor añadido. Así, las plataformas de IA pueden procesar enormes volúmenes de información en segundos, identificando patrones y generando resúmenes que, de otro modo, llevarían horas o días a un abogado. No obstante, esta eficiencia no debe confundirse con la capacidad de tomar decisiones jurídicas fundamentadas. Un abogado no se limita a encontrar normativas aplicables o precedentes judiciales; interpreta, adapta y argumenta en función de un caso específico. Aquí, resulta inevitable traer a colación una reflexión de Eduardo Couture: «El abogado recibe la confidencia profesional como un caso de angustia humana y lo transforma en una exposición tan lúcida como su pensamiento se lo permite… Así, el abogado transforma la vida en lógica, y el juez transforma la lógica en justicia». La IA puede asistir en este proceso, pero la toma de decisiones del abogado seguirá requiriendo de la intervención humana.
La anterior conclusión puede corroborarse examinando las tres funciones propias del abogado (asesoramiento al cliente, intermediación o negociación y defensa):
En cuanto al asesoramiento a sus clientes, el abogado no solo proporciona respuestas basadas en normas jurídicas, sino que analiza cada caso desde una perspectiva global, considerando no solo el derecho aplicable, sino también el contexto personal, económico y social del cliente, sin olvidar las emociones en juego. Su labor implica evaluar riesgos, diseñar estrategias y ofrecer soluciones adaptadas a cada situación particular. Y ello es así porque un cliente no busca solo una solución legal, sino también un respaldo humano en situaciones que pueden ser críticas para su vida o negocio. La confianza, la empatía y la capacidad de guiar al cliente a través de un proceso complejo son cualidades que ninguna tecnología puede replicar. La IA podrá proporcionar respuestas rápidas, pero no puede generar la seguridad y tranquilidad que brinda un abogado experimentado.
Por otro lado, la litigación no es un simple ejercicio de lógica o normatividad, sino una combinación de estrategia, intuición y habilidades interpersonales. En el interrogatorio de testigos, por ejemplo, no basta con formular preguntas correctas desde el punto de vista técnico; es crucial interpretar las reacciones del testigo, ajustar la estrategia en función de la actitud del tribunal y modular el contenido de cada pregunta para persuadir. Estos aspectos escapan por completo a las capacidades de una IA.
Finalmente, la negociación requiere un alto grado de inteligencia emocional. Comprender los intereses de las partes, anticipar sus movimientos y encontrar soluciones creativas son habilidades que dependen de la experiencia y el criterio del abogado, no de un algoritmo. La capacidad de generar confianza, percibir matices en el lenguaje no verbal y manejar dinámicas de poder en una mesa de negociación son aspectos fundamentales que solo un profesional con sensibilidad y conocimiento del comportamiento humano puede gestionar eficazmente.
En definitiva, la IA puede ser una valiosa aliada en la optimización de procesos y en el análisis de información, pero las funciones esenciales de la abogacía seguirán dependiendo del factor humano, del juicio profesional y de la capacidad del abogado para comprender y gestionar la complejidad de cada caso y actuar en un contexto en la que intervienen valores, principios y circunstancias particulares.
Lejos de ser una amenaza, la IA debe verse como una aliada del abogado moderno. Aquellos que sepan integrar esta tecnología en su práctica podrán mejorar su eficiencia y prestar un mejor servicio a sus clientes. No obstante, la verdadera esencia de la profesión seguirá dependiendo del juicio, la ética y la humanidad de los abogados. Aquí tendría plena aplicación otra frase de Couture: «El abogado no vale por lo que sabe, sino por el ingenio y la capacidad de utilizar todos sus conocimientos a su favor».
Así es, los despachos de abogados que adopten la IA sin perder de vista el valor del factor humano serán los que lideren el futuro del sector. La tecnología nos hará más rápidos y precisos, pero la abogacía seguirá siendo, ante todo, una profesión de personas para personas. La inteligencia artificial podrá ayudarnos a ganar tiempo, pero nunca podrá reemplazar el criterio ni la pasión con la que defendemos a nuestros clientes.
En definitiva, la IA es un recurso valioso, pero la última palabra siempre la tendrá el abogado.
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