En ocasiones el cliente, mediatizado por las emociones negativas como la ira, rabia o frustración, pretende que el abogado se convierta en una mera transposición suya, de forma que toda su actuación profesional deberá realizarse acorde con su estado emocional ante el conflicto y ante todo lo que represente a la otra parte. Generalmente, esta situación suele darse cuando nuestro cliente es algún familiar, y al amparo de la confianza del vínculo que nos une con él, pretende que aceptemos como propia su emoción sin rechistar; en otros casos, nos encontraremos con clientes que, aprovechándose de la falta de experiencia del abogado, tratan de imponerle dicha visión negativa; finalmente, sea cual sea la experiencia del abogado, siempre existirán clientes que piensan que un abogado envenenado por la ira del cliente es mejor abogado.

Esta percepción, tiene su origen en el desconocimiento de nuestra función y en la nefasta influencia que el cine y algunos programas televisivos tienen en parte de nuestra sociedad, a la que se transmite una imagen que induce a pensar para ser un buen abogado hay que compartir la pasión del cliente y seguir todos sus consignas viciadas por su malestar interno: no hablar con el abogado contrario salvo que sea para tratar el asunto. ¿ Que cliente no se ha enfadado con su abogado porque se ha dirigido a su compañero con amabilidad y camaradería?; mantenerse rudo y descortés  con el contrario y su abogado ¿ qué abogado no ha sufrido la mirada torva de otro compañero y de su cliente cuando ha llegado a las inmediaciones de la sala de vistas?, fajarse en la batalla dejando la última gota de sangre cuando se actúa en sala y un largo etcétera de conductas que nuestro cliente, de ser abogado, no tendría duda en llevar a cabo con sumo placer.

Pues bien, esta conducta, que suele observarse desde el principio de la relación, debe ser gestionada adecuadamente e inmediatamente por el abogado.

Efectivamente, es fundamental negociar este aspecto, ya que de lo contrario la relación abogado-cliente se construirá sobre la base de una absoluta falta de independencia del abogado, y a además, se producirán otros incumplimientos deontológicos por seguir al pie de la letra los deseos del cliente (faltas de lealtad al compañero, actuaciones carentes de buena fe procesal, etc.). De hecho, una vez que el abogado ha aceptado esa línea de actuación, será prácticamente imposible cambiar ante el cliente.

Aquí el abogado debe preservar su independencia y si bien lo escuchará y será empático creando la necesaria comunicación emocional, llegado a un punto en el que el cliente persista en su actitud, el abogado vendrá obligado a ser asertivo y dejar claro que va a actuar de determinada forma (bajo su propio criterio) y que esas son las condiciones de la relación. Caso contrario, no podremos llevar el asunto. Hay que hacerle ver en todo caso que aquí las emociones no tienen lugar, sino que mientras más fríos estemos menos sufrirá y más fácil será llegar a decisiones mejores. Nunca adherirse incondicionalmente al cliente.

Y ello es así dado que la injerencia en la defensa no puede ser permitida bajo ningún concepto: o el cliente se serena y deja al abogado trabajar a su manera, o si el cliente no está conforme con aquel, es libre de encargar el asunto a otro letrado. Caso de que el cliente, una vez hecho el encargo y a pesar de las prevenciones del abogado pretenda influir en la forma de llevar el asunto, el abogado estará facultado para renunciar a la defensa con total libertad sin más requisitos que la adopción de los actos necesarios para evitar la indefensión de aquel (artículo 26 del Estatuto General de la Abogacía), siendo en ocasiones recomendable hacer ver al cliente, por escrito, los riesgos de la actuación que éste pretenda.

En conclusión, ante el mínimo atisbo de manipulación por parte del cliente, el abogado debe huir de tal peligro amparándose en su independencia y siendo contundente en su consejo. Ya lo dijo don Angel Ossorio:

«Hay derecho a reclamar el servicio, pero no a imponer el disparate»

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