El otro día mi amigo y abogado Luís López de Castro me comentó un dicho que circula entre los compañeros y que dice algo así como “es el sino de los abogados, si ganamos somos caros, si perdemos somos malos», injusta frase que resume parte de ese acervo popular que ha existido sobre nuestra profesión. Dándole vueltas a la frase, concluí que el verdadero peligro de la misma reside, más que en lo que puedan pensar algunos clientes, en la falsa convicción a la que pueden llegar algunos abogados nóveles, que en los comienzos de su andadura profesional pueden toparse con reiteradas resoluciones desfavorables que los desanimen y puedan dañar su autoestima profesional, llegando a plantearse la continuación en nuestra profesión.

Es objeto de este post, borrarles de la mente este planteamiento negativo e insuflarles toda la confianza necesaria para seguir adelante.

Hemos de partir por señalar que el abogado organiza la defensa de su patrocinado con todos los elementos de los que dispone y que éste le suministra, existiendo siempre factores que pueden beneficiar o perjudicar a su representado. A veces nos encontraremos con un caso “perfecto” en el que los hechos son claros y la aplicación del derecho es indiscutible (por ejemplo, una demanda por precario); pero en otras ocasiones el asunto llega “cadáver”, de forma que a pesar de nuestro esfuerzo por encontrar una salida, ésta es imposible (imaginemos el mismo caso del precario, pero con una relación contractual de fondo que probablemente impida enervar el mismo remitiéndonos el juez a un juicio ordinario). Finalmente, habrá casos en los que las opciones de interpretación y aplicación del derecho difieren y será el juez quién nos dará la solución jurídica y judicial válida. En definitiva, que los casos y sus circunstancias no pueden encajar en tal o cual ley y, ¡Tarará, caso resuelto! La cosa es más compleja y admite muchos matices que exigen la adecuada interpretación y aplicación de la ley. Si no fuera así, ¿para qué necesitaríamos a los abogados?

Por otro lado, la decisión corresponde al juzgador, es decir, a un tercero que constitucionalmente tiene otorgada la potestad de administrar Justicia. Por lo tanto, el trabajo de los abogados no depende exclusivamente de la prestación que realizamos, sino que nos movemos en el marco singular de dignidades y jerarquías de la Justicia, sometidos por tanto al criterio aplicativo de los jueces. Dicho de otra forma, el abogado no decide, lo hace el juez.

Tampoco podemos olvidar que enfrente encontramos a otro abogado oponiéndose a nuestros argumentos al amparo de otros tanto o más convincentes (al menos para éste), compañero profesional quién, además, podrá estar más formado o estar revestido de unas cualidades (experiencia, técnica, oratoria, etc…) que podrá contribuir de forma sólida al éxito de su pretensión y el fracaso de la nuestra.

Sintetizando estas últimas ideas, podemos afirmar que el resultado final del depende de las más variadas circunstancias tales como los elementos de hecho que conforman nuestra pretensión (que podrán ser mejores o peores), de la decisión de una tercera persona especializada (el juez) y de la fortaleza de los argumentos del contrario y la habilidad profesional del otro letrado. Esto explica que nuestra obligación forense es de medio y no de resultado y que no es mejor el abogado que gana el juicio que el que lo pierde.

Estos factores, ciertamente son más exigentes cuando es un abogado novel el que defiende el caso, pues su falta de experiencia (que no preparación) puede pasarle factura en alguna ocasión, todo ello sin perjuicio de que al comienzo de nuestra profesión suelen entrarnos asuntos más “cadáveres” que sencillos, aunque el interés económico sea escaso, lo que puede motivar que al principio tengamos que enfrentarnos a más de una resolución desfavorable. Pero lo que debe saber el joven abogado, es que estas circunstancias aparecerán siempre, pues nunca llegará el asunto ideal.

En todo caso, al abogado no debe desanimarse ante estas situaciones. Todo lo contrario, tiene que continuar trabajando duro y luchando en la confianza de que sin lugar a dudas llegarán las buenas noticias.

Para ellos, mi consejo es que una vez conocidas las opciones reales y objetivas de éxito o fracaso de la pretensión, e informado que sea el cliente sobre las mismas, si finalmente éste desea seguir adelante, al abogado solo le queda una opción: luchar denodadamente por ganar, es decir, por alcanzar un resultado acorde con las expectativas del cliente, infundiendo a su trabajo entrega, pasión y una vocación decidida a la victoria. La profesionalidad de quien actúa así sienta las bases del éxito, pues ganar, al final, se asociará no con el resultado del pleito, sino con la confianza generada en el cliente, con su satisfacción de que se han defendido sus intereses con la máxima dedicación y persistencia. Es una cuestión de forma de hacer las cosas y del modo en el que nos sentimos haciéndolas. Esta es la gran victoria del abogado. Luego llegará la sentencia: ganamos, enhorabuena; perdimos, lo hemos intentado, y de qué manera. ¿Cuántos abogados no han recibido el reconocimiento y confianza de su cliente a pesar de que las cosas no salieron como éste deseaba? En definitiva, si nuestra conciencia nos dice que hicimos todo lo que estaba en nuestra mano y que jamás nos rendimos, habrá valido la pena y podremos incluso sacar alguna enseñanza de la derrota (pues más se aprende de esta que de la victoria)

Por lo tanto, no te obsesiones con ganar, hazlo con tu trabajo con la máxima profesionalidad y entrega, que es lo que realmente necesita tú cliente. Ya llegarán, no lo dudes, los éxitos, pero si quieres, siempre ganarás.