Decía Piero Calamandrei con el gracejo que le caracterizaba que el abogado que defendiendo una causa entra en abierta polémica con el juez, comete la misma imperdonable imprudencia que el alumno que durante el examen discute con el profesor.
Sabias palabras de las que cada abogado debe sacar sus propias conclusiones…
Ciertamente, no es recomendable, sino que es poco profesional enfrentarse a un juez durante el acto judicial (y obviamente fuera del mismo) Pero ¿qué se entiende por enfrentarse con el juez? Pues, a los efectos de este post, consistiría en entrar en una agria polémica en la cual se genera una discusión subida de tono en el que se pierden las formas y que suele concluir con la adopción por el juez de las correspondientes medidas de apercibimiento e imposición de la correspondiente sanción.
Las causas que pueden producir estás situaciones desagradables podemos encontrarlas en la reacción inicial del abogado ante una palabra o un comentario del juez mal entendido, una actitud injusta del adversario, o cualquier situación que el letrado interprete erróneamente y le lleve a la pérdida de la compostura; igualmente, esta situación puede originarse por la reacción ante una actitud del juez que suponga un grave incumplimiento de su cometido o una actuación que lleve consigo una falta de respeto para el letrado durante su intervención. En el primer supuesto, la causa del enfrentamiento tendrá su razón de ser en el proceder del letrado mientras que en el segundo ésta vendrá determinada por la actitud del juez.
Pero, sea cual sea la causa, nada justifica que el letrado pierda los papeles y responda al estímulo perdiendo la serenidad y buenas formas, o lo que es lo mismo, la compostura, entendiéndose la misma como el actuar con un comportamiento comedido, moderado y discreto en el hablar y actuar, ajustado a las circunstancias de tiempo y lugar. Por lo tanto, su pérdida supone la entrada en conductas indeseadas que se caracterizan por la desproporción en el saber estar, perdiéndose la mesura y decoro exigidos por dichas circunstancias. Decía Calamandrei que “no puede ser un buen abogado quien está siempre a punto de perder la cabeza por una palabra mal entendida, o que ante la villanía del adversario…. La noble pasión del abogado debe ser siempre consciente y razonable; tener tan dominado los nervios, que sepa responder a la ofensa con una sonrisa amable y dar las gracias con una correcta inclinación al presidente autoritario que le priva del uso de la palabra. Está perfectamente demostrado ya que la vociferación no es indicio de energía, y que la repentina violencia no es indicio de verdadero valor; perder la cabeza durante el debate representa casi siempre hacer que el cliente pierda la causa”
Entonces, os preguntaréis, si soy objeto de una situación injusta en la que incluso percibo que se está faltando el respeto ¿qué he de hacer? ¿sonreír y aguantarme? ¿callarme por el bien del caso y del cliente?
En mi opinión, sea cual sea el “estímulo” y su gravedad, el abogado debe ser ante todo prudente, muy racional y responsable de sus actos, siendo consciente de que un calentón en el acto del juicio puede traerle consecuencias muy desagradables. Por ello, siempre hay que mantener la calma y, eso sí, transmitir al juez nuestra disconformidad con la situación que nos afecta, empleando para ello los medios de impugnación, protesta o consignación en el acta necesarios para, en su caso, hacer valer nuestros derechos no solo en otras instancias, sino ante un eventual procedimiento disciplinario. Pero ello hay que hacerlo con el máximo autocontrol y sin perder los nervios.
Creo que de esta forma, sea cual sea el origen del problema, si el juez ve a un abogado serio, prudente, respetuoso, y sabedor de sus derechos y de la forma de exponerlos, no solo reconocerá la valía del profesional, sino que además habremos tendido un puente que puede ayudar a que las cosas queden exclusivamente en el marco del proceso judicial de donde nunca debe salir.
Además, esta conducta lleva aparejada otros beneficios como el mantenimiento por el letrado de la atención y concentración (¿cuántas veces tras un incidente de este tipo el abogado pierde el control absoluto del juicio?) y la segura evitación de un proceso sancionador fruto de un enfrentamiento que habremos evitado.
Por lo tanto, que nadie se equivoque, no hablo de esconderse ni de tragar con ruedas de molino; hablo sencillamente de hacer valer nuestros derechos empleando las herramientas procesales de las que disponemos y manteniendo la compostura y el decoro que debe presidir la intervención de un letrado bajo cualquier circunstancia, porque lo difícil no es perder los nervios, eso es lo fácil, lo verdaderamente difícil es mantener el control.
Solo me queda añadir que probablemente algunos compañeros piensen que esto está muy bien, pero que hay que estar en sala para poder comprobar lo complicado que es actuar con prudencia cuando las cosas se complican hasta extremos intolerables. Lo sé y soy consciente de ello, pero este es el camino y no nos queda otra que recorrerlo, paso a paso…
Concluyo con otra perla de Calamandrei: El abogado que creyera atemorizar a los jueces a fuerza de gritos, me recordaría al campesino que, cuando perdía alguna cosa, en lugar de recitar plegarias a san Antonio, abogado de las cosas perdidas, comenzaba a lanzar contra él una serie de blasfemias, y después quería justificar su impío proceder diciendo: —A los santos, para hacer que nos atiendan, no hay que rogarles, sino meterles miedo.