Aquel día de finales de octubre de 1999, Ezequiel, un labrador de unos cuarenta años y su hijo, un muchacho de unos once o doce años, se sentaron al otro lado de la mesa de mi despacho. Casi idénticos, salvo en tamaño, ambos pertenecían a esa raza de hombres de campo, de piel oscura y mirada torva, aunque sincera, legítimos herederos de esa historia plagada de las penurias y sinsabores del campesinado andaluz.

Articulando cada palabra con cuidado y dificultad, me refirió cómo había sido imputado por un delito de caza al ser descubierto por dos guardias jurados deambulando en un paraje muy cercano al lugar donde, casualmente, se encontraban colocadas varias trampas en las que habían caído algunas codornices, gorriones y jilgueros. Juraba no tener nada que ver con las trampas, pero al decirme que ya tenía antecedentes penales por la comisión de un delito similar, intuí lo contrario. Aun así, quería pensar que era inocente, tanto como la mirada de ese niño que observaba boquiabierto a su padre, con admiración y respeto.

El juicio estaba señalado en el Juzgado de … para el … de noviembre, así que comencé a espigar entre aquellas fotocopias (siempre insuficientes e incompletas), y tras desplazarme al pueblo e ilustrarme en el propio Juzgado, descubrí que el caso podría defenderse con ciertas perspectivas de éxito: la acusación no se sostenía, pues las lagunas probatorias eran más que suficientes para postular la absolución.

Ahora solo quedaba superar el último escollo: persuadir al juez, un celoso funcionario que, en alguna ocasión y entre aspavientos, había comentado en sala su firme compromiso de acabar con la lacra de furtivos que asolaba la comarca.

Afortunadamente, el juicio se celebró como había esperado, es decir, sin incidencia alguna, y con la presencia del labrador y su hijo. Al concluir la vista, ambos partieron visiblemente emocionados (probablemente al presenciar cómo alguien clamaba por su inocencia) y con cierto optimismo, quedando aquel pendiente que, cuando yo tuviera noticia de la sentencia, dejara recado a un tal Abel, dueño de un bar cercano a su casa que disponía de teléfono en el establecimiento.

Y llegó la sentencia. Era un 23 de diciembre, una fecha poco afortunada cuando está en juego la libertad de una persona. Sin embargo, nada hubo de lamentarse, pues como ya imagináis el cliente fue absuelto tal y como presentí al salir del juicio. Emocionado, cogí el teléfono y llamé a Abel, a quien pedí que avisará a Ezequiel y le dijera de mi parte que todo había salido bien, que él lo entendería, y que me llamara cuando pudiera. Para mi contrariedad, pasó el día y el cliente no llamó (ya sabéis lo que se siente cuando le has ganado un caso al cliente y luego, por su actitud, parece que se ha olvidado de ti y de tu esfuerzo).

Al día siguiente, 24 de diciembre, llegado el mediodía, recogía mis cosas para marcharme a casa cuando llamaron al timbre. ¿Quién podría ser?…

Y, para mi sorpresa, allí estaban los dos, sonrientes, aunque sin perder esa actitud humilde y noble que los definía. Tras resumir el fallo de la resolución y entregarle una copia, Ezequiel sacó de una bolsa algo parecido a una patata enorme, algo deforme, que se encontraba recubierta de papel de aluminio. A continuación me la entregó y me dijo:

  • Don Óscar, me hubiera gustado traerle algo de más valor, pero espero que pueda disfrutarlo.
  • ¿Qué es? – inquirí sonriendo-
  • Pajaritos…, los he cogido esta mañana muy temprano.
  • Ah,… pues muchas gracias, de verdad, muchas gracias – le dije agradecido mientras el pequeño no me quitaba ojo henchido de satisfacción.
  • Ya están preparados y aliñados, y están para chuparse los dedos – señaló – .

Tras felicitarnos, los dos se marcharon y quedé sentado con el tan inusual regalo sobre la escribanía, por una parte orgulloso y por otro emocionado por la bondad de estas gentes, pensamientos que se vieron interrumpidos por una nueva intuición, probablemente acertada, sobre la discutible procedencia de esos pajarillos…

Sonreí negando con la cabeza, cogí aquel tesoro y me marché a casa a celebrar una Navidad que, por alguna razón, fue distinta a las anteriores.

(Este post fue publicado la navidad de 2016 en la revista digital legaltoday.com)