Como algunos ya sabéis, el próximo 22 de noviembre se celebran en el Colegio de Abogados de Sevilla elecciones para Decano y nueva Junta de Gobierno, elecciones en las que tengo el honor de participar como Diputado 4º en la candidatura liderada por mi compañero Óscar Cisneros (os invito a ver toda la información: personas, programa, etc. en el enlace http://candidaturacisneros18.com/
Como quiera que una de los temas más debatidos en las reuniones del equipo ha sido la importancia de contribuir a preservar una abogacía digna, hoy me gustaría tratar sobre este concepto tan empleado, a veces con absoluto desconocimiento, de la dignidad del abogado.
Conforme a las tres primeras acepciones del Diccionario de la RAE, “dignidad” es cualidad de digno; excelencia; realce y gravedad y decoro de las personas en la manera de comportarse. Por otro lado, y tomando las mismas acepciones, “digno” es merecedor de algo; correspondiente, proporcionado al mérito y condición de alguien o algo; y que tiene dignidad o se comporta con ella.
Partiendo de dichas definiciones, puede afirmarse que, por el mero hecho de serlo, cualquier persona es digna y dispone de la cualidad de la dignidad personal. No obstante, estando siempre asociada al cumplimiento de un deber, la dignidad del abogado adquiere una importancia y trascendencia específica que es clave para la abogacía, y ello sobre la base de su innegable función social en un Estado de Derecho (El ser Abogado es dignidad, señalaba Berni i Catalá). Tan es así, que si bien no encontramos en los textos legales y profesionales una definición específica del término dignidad, puede observarse que esta se encuentra referida en multitud de normas como elemento inspirador y orientador del buen hacer del abogado, llegando a identificarse con el propio espíritu de la deontología profesional, lo que la aparta de ser un mero atributo formal y la convierte en un reconocimiento basado en dicha función social.
Esta generalidad con la que viene siendo tratada, impide trazar un concepto profesional de la dignidad, pues afectaría a múltiples ámbitos, si bien podemos asociarla al cumplimiento de nuestros deberes profesionales, y a la realización, en toda ocasión, de aquello que nos corresponde desde una perspectiva deontológica. Si así actuamos, el profesional será digno y acreedor de la cualidad de la dignidad que no solo disfrutará como abogado, sino que igualmente esta se proyectará al conjunto de la abogacía. Por tanto, un abogado independiente, libre, diligente, honesto, disciplinado, formal, leal, veraz, etc. y que respete los principios y virtudes que configuran la identidad del abogado será un abogado digno de su profesión.
Y curiosamente, la dignidad profesional se transforma en indignidad y desdoro, cuando el abogado sigue comportamientos alejados de los principios y valores deontológicos, o lo que es lo mismo, conductas que los infringen y que producen descrédito a la profesión. Esta indignidad preocupa, y mucho, a los compañeros (hecho que he podido constatar en numerosas charlas), pues no es extraño enfrentarse a conductas de esta naturaleza a la hora de contactar, negociar o litigar en sala con un compañero…
Por otro lado, la dignidad de la profesión también tiene otra cara de la moneda, cuales son los atentados que esta sufre de agentes externos a los propios abogados, como es el caso endémico de la situación del turno de oficio, cuestión primordial para tantos colegiados y pilar indiscutible para el ejercicio del derecho a la defensa de nuestros ciudadanos (tarifas indignas, pago impuntual, necesidad del cobro de todas las asistencia, etc.), o como las situaciones frustrantes que viven diariamente multitud de compañeros como consecuencia del defectuoso funcionamiento de la Administración de Justicia (largas esperas, instalaciones tercermundistas, trato despectivo por los operadores jurídicos, falta de sensibilidad con situaciones de enfermedad, embarazo, etc.). En estos casos, los abogados actúan con absoluta dignidad, pues prolongan su esfuerzo más allá de lo requerido, siendo dichas situaciones las que deslucen y desdoran dicha dignidad y, como no, la del colectivo.
Frente a estos riesgos, internos y externos, que ponen en riesgo un valor tan importante como nuestra dignidad profesional, los abogados, no sólo individualmente, sino también como colectivo, hemos de establecer y fomentar las medidas que la realcen y que sirvan de cortafuegos para cualquier intento de desacreditarla.
Y en tal sentido, los abogados debemos exigir a sus Colegios un firme compromiso en favorecer la protección de nuestra dignidad, lo que debe lograrse a través de una formación continua que contribuya a una concienciación permanente de la importancia y protagonismo de la deontología en nuestra práctica diaria. Por otro lado, será esencial que el Colegio sea inflexible en la vigilancia de abusos e ilegalidades cometidas contra sus colegiados o por ellos, lo que favorecerá el respeto y cumplimiento de las normas de comportamiento. Finalmente, deberán implementarse, impulsando la coordinación de los Colegios con las administraciones competentes, las necesarias medidas para alcanzar la tan anhelada dignificación del tan tristemente tratado turno de oficio.
Que no quepa duda alguna: los 18 abogados que conformamos este ilusionante proyecto estamos plenamente comprometidos con la dignificación de la profesión, y vamos a trabajar en ello hasta el límite de nuestras fuerzas.