La reflexión que da título a este post procede de la obra de Jose María Martínez Val, Abogacía y Abogados, en la que al tratar sobre la lealtad entre compañeros, nos avisa de la proyección que nuestra conducta puede tener sobre nuestro colectivo profesional.

Concretamente, el autor la refiere en los siguientes términos:

“Pero son las partes quienes realmente se enfrentan y pugnan. Nosotros, sus luchadores, lo hacemos en un plano ideal o doctrinal, donde el interés deja su paso a la invocación del derecho y el sentimiento de la justicia.

Todo abogado debe pensar en esto cuando pleitea.  Y también en que su compañero forma parte, como él, de una misma Corporación u Orden (el Colegio de Abogados) cuyo prestigio social se forma por la suma de los prestigios de los colegiados.”

En mi opinión, esta frase encierra una regla de oro para todo abogado (que recuerda de alguna forma al slogan medioambiental de “piensa globalmente y actúa localmente”), puesto que nos hace reflexionar sobre la repercusión que puede tener cualquier conducta, sea positiva o negativa, en la imagen, fama o consideración social de nuestro colectivo, cuestión ésta no carente de importancia, pues la abogacía, que desarrolla un rol fundamental en la sociedad, requiere indefectiblemente para el cumplimiento de sus fines gozar de esa buena estima social a la que denominamos prestigio, un edificio difícil de construir, fácil de demoler y muy difícil de reconstruir.

Pero con independencia de esa proyección positiva, este pensamiento nos hace sentirnos más responsables y diligentes en nuestra actividad, ya que como parte del colectivo nos permite participar activamente en el crecimiento del mismo, lo que se consigue a través de la continua atención en la conducta que desarrollamos; así, por un lado, evitaremos dañar a nuestra profesión y, por otro, la favoreceremos.

Igualmente, contribuir al prestigio del colectivo, constituye un claro acicate para que, el abogado, individualmente, crezca, se forme y desarrolle permanentemente haciéndose un mejor profesional día a día, pues qué duda cabe que siendo mejores contribuiremos a la excelencia del colectivo presente y futuro.

Finalmente, el abogado, sabedor de la repercusión de su conducta, estará alerta ante el comportamiento de otros colegas que, o bien desconocen este precepto o no quieren entenderlo, lo que dará oportunidad  a aquellos de hacer gala de su clara adscripción al mismo, manifestando con sus actos una actitud que pueda constituir, bien una referencia positiva, bien un claro aviso de navegantes.

Podrá aventurarse por algunos, con cierta ironía, que los abogados no gozamos de buena fama y que habría mucho por hacer; sin embargo, y a modo de refutación anticipada, les digo que miro a mi alrededor y veo a abogados de todas las edades comprometidos con su profesión y con la justicia, profesionales industriosos y entregados a su actividad diaria con tal celo que muchas profesiones envidiarían; letrados que, haciendo de la independencia virtud,  se rigen por el código de la honestidad y lealtad a sus clientes, compañeros y otros profesionales de la justicia, algunos ejerciendo en unas condiciones que muchos ciudadanos rehusarían. Por otro lado, las encuestas que vienen realizándose estos últimos años respecto a las diversas profesiones muestran una verdad indiscutible, cual es que la abogacía se encuentra bien considerada socialmente. Naturalmente, lo anterior no niega que existan “ovejas negras” en nuestra profesión, pues de todo hay en la Viña del Señor.

Y concluyo con una llamada a la responsabilidad y, por qué no, al orgullo de sentirnos abogados: seamos mejores abogados cada día y construyamos así una mejor abogacía.