Ciertamente comparar la profesión de abogado con una startup puede resultar algo extraño, máxime cuando comprobamos que este modelo de empresa, vinculada al mundo de los emprendedores, suele ser una entidad de nueva creación que desarrollando su actividad en cualquier ámbito, dispone de un importante componente tecnológico y está relacionada con el mundo de Internet y las TICs, disfrutando así de elevadas posibilidades de crecimiento.

Esta diferencia se ensancha aun más si consideramos que las startups tienen asociados unos costes de desarrollo menores que empresas de otros ámbitos y, además, no utilizan fuentes de financiación tradicionales, careciendo de un modelo de negocio estable, pues muchas mueren a los pocos meses de su creación, otras son adquiridas por empresas al uso, aunque otras finalmente se transforman en verdaderos gigantes empresariales (Google, Twitter, Facebook, Tuenti o Privalia).

Sin embargo, y este aspecto es el que quiero destacar, existe una tendencia a asimilar el concepto de una startup con las características que esta adquiere durante sus fases de desarrollo, es decir, cuando alcanzan un verdadero modelo de negocio y disponen de una estructura corporativa muy definida, en la que la forma de trabajar y ambiente de la empresa constituyen los signos distintivos frente a las empresas tradicionales.

 

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