Cada vez que salgo de una audiencia previa o de un juicio no puedo evitar el pensar, con cierta resignación, que nuestra profesión es de las más complicadas y difíciles que existen. Puedes llevar el asunto excelentemente preparado; el caso puede inclinarse a tu planteamiento; la prueba que llevas es bastante adecuada para acreditar los hechos, etc…

Sin embargo, vas a tener enfrente a otro compañero, al menos igual de preparado que tú, que va a hacer todo lo posible por alcanzar el éxito del que te consideras acreedor exclusivo. Y la verdad es que, por muy «fácil» que veamos el asunto, cuando llega la hora de la verdad, la intervención del letrado interrogando o informando suele producirnos un cierto malestar, desazón que consigue que nuestras sensaciones y emociones parezca discurran por una imaginaria montaña rusa (esto va bien, esto va mal, esto va menor, etc…). Si a ello añadimos las intervenciones del juez, bien sea tomando notas, preguntando o enviando señales a través del lenguaje corporal, el puzle está completo.

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