“Reflexionar a fondo sobre una cosa antes de emprenderla, pero, una vez que se ha llevado a cabo y se pueden esperar los resultados, no angustiarse con repetidas consideraciones de los posibles peligros, sino desprenderse del todo del asunto, mantener el cajón del mismo cerrado en el pensamiento y tranquilizarse con la convicción de que en su momento se ha ponderado todo exhaustivamente. Si el resultado, no obstante, llega a ser malo, ello se debe a que todas las cosas están expuestas al azar y al error” Schopenhauer
El abogado es un profesional revestido de numerosas virtudes, entre las que destaca por encima de todas, la prudencia. Así es, y bastan pocas explicaciones para demostrar tal aserto, pues repugna a nuestro entendimiento que un abogado sea imprudente.
La especial naturaleza de nuestra profesión, en la que intervenimos para solucionar conflictos jurídicos entre seres humanos que disputan por bienes y derechos, hace que la prudencia, conformada por destrezas como la reflexión, la previsión, la discreción y el buen consejo sea una virtud esencial para nuestra actividad profesional, pues a diario, el abogado tiene que encarar situaciones complejas en las que están en juego los intereses de su cliente y, a su vez, debe adoptar decisiones en nombre de aquel con la necesaria calma y seguridad, por lo que dicha virtud se erige, antes que en necesidad, en verdadera obligación.
Si bien abarca un espectro amplísimo de habilidades, la prudencia se conoce principalmente por la capacidad de mantener una conversación interna con nosotros mismos en orden a analizar de forma reflexiva y atenta el tipo de acción que vamos a emprender y antes de llevarla a cabo. En este caso, el acto de analizar debe identificarse con visualizar nuestra acción y todo lo que puede suceder cuando llevemos a cabo la misma, es decir, lo que viene en primer lugar (la acción propiamente dicha) y lo que vendrá después (las consecuencias de la misma). Una vez efectuado el análisis, hay que actuar.
Visto así, podemos comprender la utilidad de la misma para un abogado ya que estamos adoptando decisiones continuamente. Hay que decidir el consejo o dictamen a evacuar, la línea de defensa a seguir, la palabra adecuada a pronunciar, y otras muchas acciones que tendrán trascendencia para los intereses que defendemos, que como hemos indicado, no están precisamente huérfanos de importancia y entidad.
El abogado que desee cultivar esta virtud deberá profundizar en la realización de diversas acciones para fortalecerla:
• Observar: Deberá ser un agudo observador de todos los hechos y circunstancias que se produzcan en su entorno inmediato.
• Informarse: Antes de tomar una decisión, se informará adecuadamente, empleando todas las fuentes de conocimiento necesario.
• Confiar en su criterio: No confiará en lo que le digan hasta que personalmente no se haya cerciorado de la verdad objetiva que revisten los hechos expuestos a su consideración.
• Discernir: Sabrá discernir entre las cosas que dependan de él de las que no, ya que éstas últimas están sujetas a la voluntad de los otros, y por lo tanto, será consciente de las limitaciones de cualquier decisión que adopte. Igualmente, deberá saber distinguir lo importante de lo secundario.
• Reflexionar: Analizará las consecuencias jurídicas de sus acciones previamente a la adopción de una decisión. Para ello, deberá discernir sobre acontecimientos inciertos cuyo acaecimiento desconoce.
• Mantener el control emocional: Mantendrá un comportamiento sereno y calmado ante situaciones que puedan enojarlo y provocar una reacción desmedida que, a la postre, podrá causarle perjuicios irreparables. Hay que pensar y conservar la calma cuando se presentan los problemas.
• Discreción: Cauteloso, deberá ser reservado. Un abogado genera confianza y aprecio entre clientes y compañeros vado, evitando hablar más de lo necesario en cualquier contexto con la vista puesta en no perjudicar los intereses que le han confiado.
Siguiendo estas pautas, el abogado prudente sabrá actuar con prevención y proactividad adelantándose a las circunstancias y tomando así mejores decisiones y manteniendo la compostura y discreción en todas las circunstancias. El abogado prudente siempre afrontará con mayor seguridad y sin frustración los obstáculos que surjan en el camino.
Dado que la prudencia nos enseña a saber lo que debemos hacer y lo que debemos evitar, la actuación imprudente conlleva al desacierto, a la irreflexión, a la torpeza, y a la indiscreción, males estos que finalmente menoscabarán el prestigio del profesional. Para evitar esto, es conveniente que echemos una ojeada a los enemigos de la prudencia:
• La precipitación, o lo que es lo mismo, la decisión tomada sin reflexionar por la prisa o la dejadez.
• La falta de una voluntad firme y decidida, siempre sometida al péndulo de los estados de ánimo.
• Emociones o pasiones como la ira, el enojo, la angustia o el miedo, que impedirán reflexionar adecuadamente.
• Una percepción equivocada de la realidad o no disponer de la información necesaria para la toma de una decisión.
• La falta de independencia, que provoca un actuar alejado de una decisión honesta y coherente.
En conclusión, la prudencia debe impregnar la actuación del abogado, bien en su actuación en el foro como abogado litigante, bien como abogado preventivo, pues en ambos casos se exige, con serenidad y discreción, la práctica de la escucha activa, la reflexión serena, el análisis de las consecuencias y la toma final de la decisión, proceso éste que en ocasiones, y especialmente en las vistas, se desarrolla en escasos segundos, exigiendo una sagacidad e ingenio notables, elementos éstos que también forman parte de la prudencia.