Recientemente me contaba un compañero que en los momentos previos a entrar en sala, se acercó al letrado adverso con el fin de saludarlo, y éste, con discreción, le dijo algo así como “encantado, pero no me hables más que mi cliente que está ahí va a desconfiar de mi por hablar contigo”. La guinda del pastel se produjo – explicaba mi colega – cuando al concluir el juicio, el compañero se marchó sin ni siquiera despedirse, seguramente azorado por la inquisitiva mirada de su cliente.

La anécdota, luego reproducida a mis colegas del despacho, generó un debate sobre situaciones protagonizadas por algunos compañeros, especialmente en los juzgados, en las que se observa como algunos actúan de forma poco amable o atenta con sus colegas, incluso con cierta hostilidad. La conclusión que alcanzamos es que el denominador común de estas actitudes no es otra que una mala entendida lealtad a sus clientes que debilita la correlativa lealtad que merecen sus compañeros de profesión. Parece como que saludar o hablar con el compañero antes o después del juicio es muestra de debilidad o quiebra a la lealtad del cliente.

Y es que en ocasiones (y digo en ocasiones, porque son excepciones), hay colegas que actúan con tal identificación con su cliente y la pretensión de éste, que olvidan la existencia de unos principios, latentes en nuestra profesión, que están por encima de la lealtad debida al cliente o, dicho de otra forma, que son plenamente compatibles y no empecen dicha lealtad.

Estamos hablando del compañerismo. 

Para que engañarnos, nuestra profesión es esencialmente bélica, si se me permite la expresión. Todos los días, los abogados nos enfrentamos unos a otros en los Tribunales de Justicia. Y ello es así porque el conflicto y la lucha de intereses son situaciones consustanciales a nuestro trabajo, esencialmente dialéctico. Si no fuera así, sencillamente no existiríamos.

Pero, realmente ¿quiénes se enfrentan?, ¿los abogados?, ¿los clientes? o ¿todos a la vez? 

La respuesta en fácil, pues se enfrentan los clientes que son los titulares de los derechos e intereses contrapuestos, y se enfrentan, en un  combate legal, pero también emocional, con una intensidad que dependerá de factores vinculados más a cuestiones psicológicas que al propio contenido del derecho afectado. De ahí que si bien el abogado debe ser empático y comprender lo que el cliente siente y sufre, por esa misma razón deberá saber aislarse del torrente de emociones que le transmite su cliente y evitar caer en las conductas antes citadas. Por ello, cuando actuemos hemos de mentalizarnos que “nosotros no somos nuestros clientes” sino defensores de sus intereses y de su “bienestar”, hasta el punto que por ellos, como dice don Angel Ossorio, podemos sufrir de impopularidad, perder amigos o incluso afrontar injurias o amenazas, pero dicha entrega no puede llevarnos a renunciar a la lealtad y el respeto debido a nuestros contrincantes.

¿Y los abogados?, ¿qué ocurre con los abogados? Pues que naturalmente los abogados se enfrentan, pero lo hacen en un nivel en el que las emociones y los intereses son sustituidos por la invocación del derecho. Es un enfrentamiento, como dice Martínez Val1, ideal o doctrinal. Si se me permite el símil, es como una lucha deportiva. Mientras estamos en la arena de la sala, hemos de actuar como verdaderos gladiadores entregándolo todo, pero al concluir, ambos letrados somos dos compañeros de profesión que quizás, en otra ocasión, hasta nos sentemos en el mismo banco.

Por otro lado, no hemos de olvidar que todos pertenecemos a la misma profesión, y que, por tanto, compartimos multitud de facetas en nuestra forma de pensar, de trabajar, de actuar, y hasta diría que de vivir, lo que inevitablemente genera una sincronía entre quienes desarrollamos la misma actividad, máxime cuando los intereses que, como colectivo defendemos, son los mismos. Y que conste que esto no es corporativismo,…es pura lógica.

De hecho, los abogados no hemos de olvidar que como indica la máxima forense, “los clientes y los casos pasan, los abogados quedan”,enseñanza que nos recuerda que una vez concluido el caso, el cliente sale de nuestra órbita, pero al compañero podemos encontrarlo en una nueva controversia defendiendo a la parte contraria, por lo que una buena relación, basada en la experiencia precedente, facilitará, sin duda, la resolución del nuevo asunto.

Finalmente, el respeto y la lealtad a nuestros compañeros de profesión es esencial pues, de faltarse a los mismos, no sólo se estará causando daño al compañero contrario, sino al prestigio de todos los abogados y finalmente a todo el colectivo, pues estas conductas suponen que los clientes de ambas partes perciban a los abogados enfrentados en un contexto tóxico y negativo, expandiéndose así la conciencia de que la relación entre abogados esconde una batalla en la que todas las armas están permitidas. En definitiva, el borrón que supone una falta de respeto en el prestigio del abogado que comete la falta y el afectado repercutirá finalmente en todo el colectivo.

Por todo lo anterior, podemos concluir que el compañerismo se asienta en la idea de que los abogados no somos nuestros clientes, sino defensores de sus intereses y de su bienestar, y en el ejercicio de nuestro deber de defensa, hemos de desplegar el máximo compromiso e intensidad en nuestra actuación, lo que no está reñido, insisto, con el respeto y consideración al colega.