Cuando hablamos de la profesión de abogados con personas legas en la materia, siempre surgen cuestiones referentes a nuestra forma de actuar en los pleitos, que suele identificarse con una actitud mendaz y basada en la mentira o falsedad, pues, habiendo dos contendientes, es obvio – se argumenta – que uno de los dos abogados (o sus representados) está mintiendo, máxime cuando se nos tacha de parciales y de actuar arrimando siempre el ascua a nuestra sardina.

En estos casos, los abogados arrastramos mucha historia a cuestas y, la verdad, es difícil convencer a la gente de que es fundamental para el funcionamiento del sistema judicial que los abogados seamos parciales y que, dicha parcialidad, no supone en absoluto que seamos cómplices de la mentira.

Efectivamente, el abogado viene obligado a conocer con la máxima objetividad todos los hechos que conforman el asunto encomendado, tanto los que favorezcan como los que perjudiquen su defensa. En el examen de tales hechos, deberá mantener una posición de absoluta ecuanimidad e imparcialidad y transmitir al cliente la realidad de su opinión conforme a su leal saber y entender. Esta es la que llamamos verdad objetiva frente a la verdad subjetiva que nos presenta el cliente.

Una vez aceptada la defensa del cliente, el abogado entra en la dinámica de parcialidad ya referida que nos impone la propia contienda procesal. Esta parcialidad del abogado, no puede equipararse con engaño, embuste o mentira. De hecho, el abogado no debe mentir a la hora de exponer a un Tribunal de Justicia los hechos objeto del debate, y el que lo haga manifiesta un comportamiento poco profesional. Como afirma el Magistrado José Flors Matíes «A ningún abogado consciente del significado y la trascendencia de su profesión se le ocurriría afirmar que en un determinado documento se dice algo que en él no consta, o que una realidad física tangible no existe, ni trataría de que se tuviera por cierto un hecho cuya inexistencia le constara. El es el primero que sabe que quien tal hiciera estaría abocado a la desconsideración y al más absoluto fracaso, y que semejante comportamiento se habría de volver irremediablemente en su contra y en la de sus clientes. La mendacidad resulta, al final y siempre, tan patente que nadie con un mínimo de dignidad y de inteligencia osaría cometer la torpeza de quedar en evidencia y de ganar fama de tramposo». En el mismo sentido, Angel Osorio y Gallardo señala «Nunca ni por nada es lícito faltar a la verdad en la narración de los hechos. Letrado que hace tal, contando con la impunidad de su función, tiene gran similitud con un estafador».

Ahora bien, respetando dicha obligación, el abogado debe de jugar sus cartas empleando su habilidad para exponer sus planteamientos defensivos sobre la base de la ley, la doctrina y la jurisprudencia, y con el auxilio de la dialéctica y la oratoria, armas que le servirán para plantear una adecuada estratagema argumental que le permita debilitar los argumentos del contrario y convencer al Juez de nuestra razón. En este curso de acción no hay lugar para las mentiras; el abogado, en defensa de su cliente, y lo afirmamos sin rodeos, no tiene por qué mostrar al Tribunal todos los hechos que conoce sobre el asunto encomendado, sino que empleará todos aquellos que sean apropiados para su defensa, siendo precisamente la contradicción del proceso, la que mostrará al Juez todos los hechos que cada parte ha considerado como constitutivos de su pretensión. Obligar a las partes a decir todo lo que conocen sobre el asunto (cuestión esta que ya se intentó en los regímenes fascistas italiano y alemán del siglo pasado), no solo desnaturalizaría el proceso, sino que colocaría a los abogados en la patética posición de contribuir con su intervención al éxito del contrario.

Para ilustrar dicha idea, que mejor que citar a Calamandrei:

«La defensa de cada abogado está construida por un sistema de llenos y vacíos: hechos puestos de relieve porque son favorables, y hechos dejados en la sombra porque son contrarios a la tesis defendida. Pero sobreponiendo los argumentos de los dos contradictores y haciéndolos adaptarse, se ve que a los vacíos de la una corresponde exactamente los llenos de la otra. El juez así, sirviéndose de una defensa para colmar las lagunas de la contraria, llega fácilmente, como en ciertos juegos de paciencia, a ver ante sí el conjunto ordenado, pieza por pieza, en el tablero de la verdad.»

Por ello, imparcial, será el Juez; los abogados, siempre parciales.