Como es bien conocido, la regulación de los honorarios, y especialmente los criterios que disponen los abogados para minutar, ha sufrido en los últimos veinte años una serie de vicisitudes legislativas y jurisprudenciales que han concluido en una situación en la que prevalece de forma absoluta el principio de libertad de fijación y establecimiento de la cuantía y el régimen de los honorarios (con respeto, en todo caso a las normas deontológicas y sobre competencia desleal).

Esto supone que el abogado podrá fijar sus honorarios libremente y cerrar el correspondiente acuerdo con su cliente, careciendo de cualquier referencia legal o estatutaria para adecuar la determinación de los mismos. Es el mercado el que ahora manda, y a través de éste deberá el abogado fijar sus honorarios. No hay mínimos ni máximos, ni orientación colegial alguna, salvo para los procesos de tasación de costas y reclamaciones de honorarios conforme al artículo 35 de la LEC.

Esta regulación ha llevado al abogado a una situación verdaderamente compleja, pues el abogado carece de un arancel o baremo siquiera de referencia, situación que podemos trasladar igualmente al cliente del despacho, que desconoce completamente cuales son los honorarios que el abogado puede cobrarle por sus servicios.

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