Yo no quiero que un abogado me diga lo que no puedo hacer; yo le contrato para que me diga la manera de hacer lo que yo quiero hacer. J.P. Morgan.

Cuando el cliente accede al abogado suele hacerlo acuciado por un problema que afecta a su vida, patrimonio, reputación, etc., soportando una importante carga emocional, lo que supone que a pesar de que el abogado será quien se encargue de poner los medios legales para satisfacer sus intereses, en ocasiones, algún cliente trata de que el abogado asuma una determinada línea de defensa o adapte ésta a sus deseos (como la cita de J.P. Morgan).

Ahora bien, en ocasiones los abogados impelidos por el carácter, impulsividad e incluso importancia del cliente aceptan sin discusión dicho criterio, proceder que constituye un grave error, puesto que con ello no sólo estamos coartando nuestra propia y sagrada independencia, sino que además estamos llevando al cliente a un seguro fracaso que, en su momento, se volverá en nuestra contra.

Y ello es así dado que una cosa son los deseos y preocupaciones de los clientes y otra, muy distinta, la vía legal por la que estos pueden ser total o parcialmente satisfechos, lo que explica la razón por la que en muchas ocasiones el abogado no puede obtener lo que el cliente desea, al ser múltiples los factores jurídicos que se interponen en su consecución. Sin embargo, como dice don Angel Ossorio en «El Alma de la Toga», es fácil que el litigante deslice sus deseos en la conciencia del asesor y le sugiera polémicas innecesarias o procedimientos incorrectos, convirtiéndole de director en dirigido y envolviéndole en las mallas de la pasión o del interés propios.

Pues bien, ante cualquier atisbo de imposición de criterio por el cliente sería aconsejable recordar el siguiente planteamiento:

1º.- Gestionar el interés subjetivo y objetivo adecuadamente: La percepción que el cliente tiene de su problema es la percepción de un interés subjetivo, que generalmente no coincide con el interés que a dicha situación le atribuye el ordenamiento jurídico. Por el contrario, el abogado baraja las posibilidades de éxito del asunto y la mejor forma de alcanzarlo al amparo de dicho ordenamiento, acercándose así al denominado interés objetivo; de ahí el dicho que nos enseña que el abogado es el primer juez del caso.

El abogado, al que corresponde decidir, organizar y dirigir la defensa según su libre criterio y sin más sometimiento que a las reglas de su profesión y los dictados de su experiencia, debe impedir que prevalezca el interés subjetivo, es decir, que el cliente sea el que decida el modo de efectuar la defensa o pretenda dirigirla según sus intereses. Esto supone que el abogado debe ser respetado en sus decisiones jurídicas por el cliente.

De esta forma, y sin interferencias, el abogado podrá actuar de forma objetiva, ofreciendo al cliente una o diversas posibilidades de defensa, opciones éstas que permitirán al cliente decidir con libertad si le interesa encomendar el asunto en tales condiciones. Siguiendo por tanto este proceder, el interés subjetivo del cliente podrá conciliarse con el interés objetivo que el abogado le ha mostrado a través de su análisis. La independencia es, por tanto, una garantía para la mejor defensa del cliente.

2º.- No permitir, bajo ningún concepto, injerencia en la defensa: o el planteamiento objetivo se acepta tal y como se presenta por el abogado, o si el cliente no está conforme con aquel, es libre de encargar el asunto a otro letrado.

Caso de que el cliente, una vez hecho el encargo y a pesar de las prevenciones del abogado pretenda influir en la forma de llevar el asunto, el abogado estará facultado para renunciar a la defensa con total libertad sin más requisitos que la adopción de los actos necesarios para evitar la indefensión de aquel (artículo 26 del Estatuto General de la Abogacía y 13.3 del Código Deontológico de la Abogacía Española), siendo en ocasiones recomendable hacer ver al cliente, por escrito, los riesgos de la actuación que éste pretenda.

En conclusión, ante el mínimo atisbo de manipulación por parte del cliente, el abogado debe huir de tal peligro amparándose en su independencia y siendo contundente en su consejo.

Ya lo dijo don Ángel Ossorio, «Hay derecho a reclamar el servicio, pero no a imponer el disparate».

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