A lo largo de nuestra práctica profesional los abogados vivimos la experiencia de la visita de algún cliente, cuya peculiaridad reside en que accede a nuestro despacho tras haber cesado la relación con un anterior abogado; en ocasiones, son varios los despachos con los que, a lo largo del tiempo, han mantenido la relación con este cliente, y cuya experiencia se trueca en un verdadero peregrinaje jurídico.

En estos casos, no es de extrañar que el cliente pueda estar desencantado con la experiencia pasada y tenga cierta reticencia (justificada o no) hacia la figura del abogado en general y del nuevo abogado en particular, razón por la que los abogados hemos de agudizar nuestros sentidos y extraer del estuche la bandera roja (red flag), que viene a significar que podemos encontrarnos ante un potencial cliente difícil (aunque no siempre sea así) y hemos de estar preparados para, a la vista, de lo que nos explique sobre su anterior experiencia y la naturaleza del asunto que nos presenta, decidir  sopesar si nos interesa aceptar el encargo y, de hacerlo, establecer claramente los límites de la relación.

De hecho, un alto porcentaje de los clientes complejos suele proceder de aquellos que inicialmente censuraron abiertamente al último abogado al que le retiraron los papeles.

La existencia de una anterior relación infructuosa suele ser lo primero que nos transmite el nuevo cliente, siendo frecuente que el cliente censure agriamente la actuación o conducta de su anterior abogado, proceder que es precisamente el que habría justificado la retirada del expediente y el cambio de profesional.

En estas ocasiones las censuras van desde la queja por falta de atención o preparación, hasta la imputación de conductas infractoras de normas deontológicas, negligencia o, en el peor de los casos, la imputación de una actividad delictiva (incluyéndose en este capítulo tanto conductas que afectan tanto al patrimonio del cliente como a la deslealtad profesional del abogado). En este momento, el abogado que recibe a su nuevo cliente se encuentra ante una tesitura en la que la conducta que adopte ante ese comentario crítico es de mayor importancia, no solo para sentar las bases de la relación futura con su cliente, sino para establecer una posición de defensa y respecto de nuestro colectivo.

Aquí se recomienda escuchar sin pestañear y no entrar al trapo de adherirnos incondicionalmente a los comentarios del cliente[1], manteniendo por tanto un respetuoso silencio, sabedores que no podemos emitir un juicio sobre algo que no conocemos y que además podría perjudicar a un compañero de profesión. Una vez escuchado el relato del cliente, lo mejor es no comentar nada al respecto y dejar bien claro al cliente que este es su problema y que él está para limitarse a prestar un servicio, pasando inmediatamente a ocuparse del asunto.

Esta actitud representa un claro compromiso con la lealtad y compañerismo que debe presidir la relación entre abogados. «Los Abogados deben mantener recíproca lealtad, respeto mutuo y relaciones de compañerismo», indica el artículo 12 de nuestro Código Deontológico, norma que persigue alcanzar un espíritu de hermandad y solidaridad entre los abogados, quienes con independencia de la competitividad inherente a su labor, deben mantener un respeto mutuo perfectamente exportable a una situación como la anteriormente expuesta.

Apoyar al cliente desde el principio, confiando en su «verdad», constituye en estos casos un craso error, puesto que, sin saberlo, podríamos estar cometiendo una gran injusticia con el compañero saliente, al igual que esta misma injusticia podrían haberlo sufrido otros abogados que se hubieran topado con el mismo cliente en un pasado no muy lejano. Es más, si tenemos ocasión de hablar con el compañero de ser precisa la venia o por cualquier otra circunstancia, ahondar en el asunto y obtener información para disponer de una opinión contrastada de lo que ha ocurrido, lo cual nos ayudará a recorrer sin sobresaltos el camino emprendido con nuestro cliente.

Vaya en descargo del cliente que puede que tenga razón. No lo pongo en duda, pues aquí como en todas las profesiones se producen actuaciones más que censurables, pero nuestra primera obligación como leales colegas es, desde el principio, poner internamente en tela de juicio dicha información, no emitir juicio alguno expreso o tácito, y centrarnos en el asunto.

 

 

 

 

[1] El abogado, escucha al cliente y a través de su lenguaje verbal y no verbal, se identifica con el mismo y le da la razón en todo lo que afirma. Para ello, se sirve de sutiles comentarios en los que se «rasga las vestiduras» sobre el comportamiento del compañero. En otras ocasiones, sin hacer un juicio directo, transmite al cliente con una leve sonrisa o un movimiento del entrecejo su rechazo a la conducta de aquel y su adhesión a éste.

Esta posición, generalmente encuentra su razón de ser en una cuestión de oportunidad, en la que el letrado opta por lo fácil, es decir, por aliarse con el cliente para que no se disguste y no le encargue el asunto. Así de sencillo y así de triste.