El pasado 28 de junio se celebraron por todo el país concentraciones en las que la abogacía denunció la crítica situación de la justicia y la necesidad de su reactivación ante el estado de colapso en la que se encuentra, escenario agravado por la pasada pandemia y las sucesivas huelgas que se han venido sucediendo estos últimos meses. Concretamente, la abogacía sevillana se congregó mayoritariamente en la Plaza de los Letrados bajo el lema EN DEFENSA DE LA JUSTICIA, POR LA CIUDADANIA Y POR LA ABOGACÍA.

Si bien en dichas concentraciones se puso el foco en la situación de la justicia y en las graves repercusiones de su crisis en la abogacía y la ciudadanía, considero que el conjunto de ciudadanos y ciudadanas merecen unas líneas para resaltar el papel que desarrollan en este triste escenario, pues no en vano son los legítimos acreedores, por mandato constitucional, de un servicio público de calidad.

La ciudadanía, cuando se ve obligada a implorar justicia ante un Juzgado o Tribunal, en la mayoría de las ocasiones lo hacen a través de un abogado, bien por contratación directa, bien por asignación a través del Turno de Oficio. Por dicha razón, nosotros, los que ejercemos la abogacía, pues así lo vivimos a diario, somos plenamente conscientes del estado anímico en el que suelen acceder estos ciudadanos (a los que denominamos “clientes”).

El cliente, cuando accede a un despacho de abogados lo hace por un problema personal que suele afectar a su patrimonio, libertad, honor, vida familiar, etc., por lo que detrás de cada asunto se esconde un verdadero drama humano que siempre impactará, en mayor o menor medida, en la esfera de las emociones y sentimientos del potencial justiciable. 

Con estos pilares, puede afirmarse que el cliente, al soportar un conflicto que afecta gravemente a sus intereses personales, conecta con su abogado bajo un estado de preocupación, nerviosismo, inquietud, necesidad y, por qué no decirlo, de vulnerabilidad extremadamente acusado, máxime cuando, por lo general, conoce poco sobre la figura del propio profesional que lo va a asesorar o sobre el funcionamiento de esa Justicia a la que apelan. Sin perjuicio de nuestro deber de escucharlos, empatizar con su situación, e incluso aportarles la necesaria comprensión para aliviar la carga emocional que les acompaña, los abogados, en estas primeras fases, le explicaremos nuestro papel como profesionales, delimitaremos sus expectativas, y le ilustraremos sobre el funcionamiento del proceso judicial en el que va a embarcarse para alcanzar la tutela de sus derechos.

Una vez decidida la línea de defensa más oportuna, y si no puede alcanzarse una solución amistosa (no podemos de olvidar que en los despachos de abogados se frenan innumerables litigios como consecuencia de labores de las negociación que integran nuestra función profesional), el cliente, dirigido técnicamente por su abogado, es decir, defendido por el profesional, entrará en el proceso judicial para, insisto, perseguir una solución satisfactoria a sus intereses.

Durante dicho proceso, el abogado no sólo se encargará de dicha defensa técnica, sino que acompañará al cliente durante los distintos hitos procesales informándolo y, lógicamente, conociendo de primera mano sus preocupaciones, anhelos y estados anímicos asociados al devenir de su asunto: demandas, contestaciones, audiencias previas, juicios orales, recursos, declaraciones, etc. son términos con los que el cliente tendrá que vivir durante un tiempo, fases del proceso cuyo desconocimiento e incomprensión por la persona lega,  poco le ayudarán a reducir el drama humano al que me vengo refiriendo.

Dicho lo anterior, debemos resaltar que la paz social en toda sociedad democrática depende en buena parte de que esta disponga de un servicio público de justicia que resuelva los conflictos (aplicando las leyes que la propia sociedad se ha otorgado) con celeridad, en tiempo y forma, o lo que es lo mismo, un servicio público que solucione los problemas de la ciudadanía, protegiendo sus derechos y libertades. Una justicia lenta no es justicia, como dice el viejo adagio.

Y aquí es donde entra en juego una justicia eficaz, puesto que si el cliente, ya de por si afectado por la compleja situación descrita, no obtiene la respuesta judicial que merece (y no me refiero a la respuesta en forma de resolución judicial), sino un funcionamiento patológico e incompleto del servicio público, ese drama se acrecienta hasta extremos inusitados, lo que va a ser sufrido por ese cliente que encarna a una ciudadanía que sólo, únicamente, busca la tutela judicial efectiva prometida por nuestra Carta Magna.

Los retrasos en los señalamientos de los juicios, las suspensiones de los mismos, la tardanza en el cumplimiento de las sentencias, y un largo etcétera son algunos de esos entornos patológicos prueba del naufragio de la justicia, y de las ilusiones y esperanzas de ese cliente, que desesperado no puede hacer otra cosa que transmitir su justa frustración a nosotros, sus defensores.

Así, la justicia vive en un estado de crisis que nos hace vivir a todos los que colaboramos u operamos en ella en un estado de frustración permanente; pero no hemos de olvidar, que esta legión de insatisfechos está formada igualmente por los ciudadanos y ciudadanas que se ven abocados a demandar sus derechos ante nuestros juzgados y tribunales.

Espero que con estas líneas, quienes tienen la responsabilidad de implementar soluciones definitivas para la reactivación de este servicio público tan esencial, no olviden a esa ciudadanía que no merece que se agrave más su sufrimiento.

Puedes ver este artículo en la revista digital Economist & Jurist en el siguiente enlace: https://www.economistjurist.es/premium/la-firma/la-crisis-de-la-justicia-y-el-drama-que-vive-la-ciudadania/