Innovación, disrupción, transformación son solo algunos de los términos que vienen empleándose en nuestro sector para ilustrar el proceso de cambio que, impulsado por las nuevas tecnologías, redes sociales, comunicación y marketing, etc., han motivado que el enfoque de la abogacía esté sufriendo un cambio de notable trascendencia que ha generado no pocas incertidumbres en cuanto al futuro de la profesión. De hecho, actualmente, este cambio continúa produciéndose y con más fuerza que en años anteriores.

Centrada esta realidad, me gustaría destacar una reflexión que en este escenario no puede pasar desapercibida por los abogados. Me refiero, como reza el título del post,  a la necesidad de cuidar la esencia de nuestra profesión durante este proceso de transformación.

Esencia, conforme a nuestro Diccionario de la Real Academia de la Lengua se define como “aquello que constituye la naturaleza de las cosas, lo permanente e invariable de ellas”, esencia que para el abogado debemos asociarla a los principios fundamentales de la abogacía, y que por mejor identificarlos podemos remitirnos a la Carta de los Principios adoptada en la sesión plenaria en Bruselas del 24 de noviembre de 2006, declaración cuyo objetivo es, entre otras cosas, ayudar a las abogacías que luchan por lograr su independencia, así como mejorar la comprensión entre los abogados, de la importancia del papel de la Abogacía en la sociedad.

Señala la Carta que existen principios esenciales que, incluso si se encuentran recogidos de manera levemente diferente en los diversos sistemas jurídicos, resultan comunes a todos los abogados europeos. Estos principios esenciales, que son la base de diversos códigos nacionales e internacionales que rigen la deontología del abogado, resultan esenciales a la buena administración de justicia, al acceso a la justicia y al derecho a un juicio justo, tal y como exige el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Entre estos principios se encontrarían la independencia del abogado y libertad para ejercer en sus casos, el respeto y deber de confidencialidad para con sus clientes y secreto profesional, la evitación de los conflictos de intereses tanto entre diferentes clientes como entre abogado y cliente, la dignidad y honor de la Abogacía e integridad del abogado, la lealtad al cliente, el tratamiento justo de clientes en relación con los honorarios, la competencia profesional o el respeto a los compañeros de profesión.

Expuesto lo anterior, ¿está en peligro la esencia de la profesión como consecuencia del proceso de cambio que estamos viviendo?

El riesgo existe, no me cabe la menor duda. Si observamos detenidamente la transformación que estamos viviendo, ésta tiene como vértices la existencia de una competencia irreconocible hace años, un cliente cuyas necesidades ha cambiado completamente y unos despachos que, a través del uso de la tecnología, pretenden evolucionar y mejorar sus organizaciones a fin de ofrecer un mejor servicio que los diferencie de aquella competencia atrayendo así a los clientes. En este contexto, no es extraño que puedan tambalearse algunos de los valores y virtudes de la profesión representados por los principios rectores citados, pues a nadie se escapa que la orientación del abogado, de limitarse al ejercicio de su profesión sin más, ha pasado a cohonestarse con otra actividad centrada en la libertad e iniciativa individual del abogado-empresa que persigue el lucro y la supervivencia personal en un mundo competitivo y exigente. De hecho, nunca antes se había hablado tanto de la necesidad de adaptarse para sobrevivir en nuestro sector.

Sin embargo, a pesar de la meritada transformación, el abogado no debe olvidar que nuestra profesión es, ante todo, humana, lo que significa que, en última instancia, el ejercicio profesional se circunscribe finalmente a la intimidad de la relación personal abogado-cliente, abogado-juez o abogado-abogado adverso, situaciones éstas que resultan inalterables a los cambios, pues de lo contrario, difícilmente existiría nuestra profesión. Dicho de otra forma: podremos mejorar nuestra productividad, rentabilidad, eficacia y eficiencia; podremos diferenciarnos de la feroz competencia, pero, en definitiva, siempre actuaremos rodeados de personas (emociones) realizando nuestra actividad de consejo, negociación y defensa judicial, y es precisamente para garantizar que tales interacciones humanas puedan ser abordadas profesionalmente para lo que desde hace siglos existen los principios esenciales ya citados.

MARTINEZ VAL anticipó que la abogacía es un espíritu, una forma de ser, sentir y actuar, que se puede encarnar en muchas y variadas formas, capaz de trabajar con materiales jurídicos cambiantes, bajo forma de nuevas instituciones, con utilización de nuevas tecnologías (os suena), pero lo que nunca podrá desaparecer o eclipsarse es esa esencia del abogado, en el que la alta cotización intelectual y moral es su verdadero activo.

Y más recientemente, el Gurú de los negocios Peter DrucKer, ya señaló que las normas culturales, estrategias, tácticas, procesos, estructuras y métodos cambian continuamente para dar respuesta a los cambios del entorno, lo que motiva que las organizaciones (entre ellas nuestra profesión) se vean abocadas a estimular el progreso a través del cambio, la mejora y la innovación (igualmente a través de la renovación)

Y esta es la gran paradoja: adaptación y transformación de la profesión, pero con el necesario anclaje de una serie de principios y valores que han inspirado la idea de la abogacía desde sus inicios.  Ya lo decía Drucker “los que mejor se adapten a un mundo tan cambiante son las que mejor saben lo que no deben cambiar”

Por ello, mi reflexión final es que los abogados nos encarguemos de hacer guardar, con más fuerza que nunca, la vigencia de estos principios y que, todos a una, seamos los responsables de una evolución ejemplar, sin precedentes, de nuestra profesión.